martes, 31 de julio de 2012

Jaque y González y la apuesta por una arquitectura del común.

De repente las noticias más impactantes sobre la arquitectura española no las motivan ni la concesión del Premio Pritzker a alguna de sus figuras más renombradas ni el fallo del jurado de un insigne concurso internacional de arquitectura que a favor del proyecto presentado por una firma española igualmente  prestigiosa. Y ni siquiera motivan las noticias que ahora nos llegan la crítica del Ensanche de Vallecas de Madrid realizada por el artista alemán Hans Haacke en el marco de la reciente exposición de sus obras en el Museo Reina Sofía. O la publicación de Ruinas modernas. Una topografía del lucro, la meticulosa disección hecha por la arquitecta Julia Schulz-Dornburg de las consecuencias del delirio inmobiliario que se apoderó de las cabezas de quienes han estado a la cabeza de este país en las últimas décadas. Aunque, la  verdad, es que las noticias inesperadas a las que me estoy refiriendo tienen mucho que ver con ese delirio - que no fue exclusivo de España o de América -  y que fue inducido por el sensacional hallazgo de unos bróker neoyorquinos que creyeron que podían saltarse a la torera la ley de la caída tendencial de la tasa de ganancia mezclando en un mismo producto financiero churras con merinas. O sea activos de baja rentabilidad debido a la sofisticación técnica de sus modos de producción con otros cuya alta rentabilidad estaba determinada por la escasa tecnificación de sus procesos productivos. O dicho en buen romance: productos financieros que mezclaban robots y ordenadores con casas, campos de golf, centros comerciales u oficinas. Pero sobre todo con casas, las casas que se construyeron sin tasa ni medida hasta que su desmesurado exceso reventó  la burbuja inmobiliaria  y todo el tinglado se vino abajo, arrastrando en su caída al sistema financiero internacional, que ahora mismo parece incapaz de salir del atolladero en el que se metió solito sino es con la ayuda del dinero público que los gobiernos le entregan con una generosidad y un desinterés que ese sistema jamás practica.
Obviamente los arquitectos no fueron, no podían ser ajenos, a este delirio que fue ante todo un delirio o un tsunami constructivo si se quiere, sobre cuya cresta cada vez más alta surfearon graciosamente los más intrépidos y  glamurosos entre todos ellos. Pero la euforia de entonces ha cedido el paso al arrepentimiento, la autocritica y los propósitos de enmienda. Por lo que sorprende que el MoMA haya decidido incorporar a su colección una obra del arquitecto Andrés Jaque que ejemplifica como pocas las preocupaciones, los debates y los logros de una generación de arquitectos que esta repensando la arquitectura en medio de las ruinas que dejó tras de sí aquella inaudita exacerbación de la codicia. Una generación que sabe que difícilmente se volverá a presentar la oportunidad de diseñar un equivalente del Museo Guggenheim de Bilbao y que su presente, el presente de todos, es tan precario que solo reciclando materiales industriales o de desecho con el mismo ingenio que fue siempre el único privilegio de los pobres se puede hacer hoy día una arquitectura que no sea especulativa y menos fraudulenta. De hecho la obra de Jaque y su equipo, titulada provocadoramente  Ikea Disobedients , es una instalación de  materiales reciclados y a la vez un canto al ingenio desplegado por Candela Logrosán Pérez -  vecina del barrio Lavapiés de Madrid - para sobrevivir dignamente y para además echarle una mano a parientes y vecinos que están en una situación todavía más difícil que la suya.           
La reivindicación del ingenio popular y la valoración de las redes de solidaridad y ayuda mutua generadas a partir de estados de necesidad aguda no entraban inicialmente en el discurso del David Chipperfield, el arquitecto británico curador de la edición de la Bienal de Arquitectura de Venecia, que se inaugura a finales del mes de agosto. Aunque es igualmente cierto que él ha salido  al paso a la entronización en la arquitectura del Star System reivindicado - en la declaración que resume sus intenciones y que está disponible en la web  de la bienal -  ¨la existencia de una cultura arquitectónica puesta al día no por los talentos singulares sino por una rica continuidad de diversas ideas unidas por una historia común, comunes ambiciones, comunes dilemas e ideales¨. Y remachando en otro pasaje de la misma  que ¨no debemos considerar lo que vino antes como algo de lo que debemos escapar ¨ porque sólo ¨ valorando la cultura arquitectónica acumulada y su capacidad de evolución¨ podemos resistir la seducción de lo que no es más que ¨un flujo aleatorio de imágenes y de formas¨. Pero esta toma de partido por una cultura arquitectónica  colectiva y de longue durée - para decirlo en los términos de la escuela de los Annales -  se habría quedado lejos del reconocimiento de las prácticas populares de habitación y convivencia sino hubiera intervenido  Marisa González. Y específicamente el vídeo y el ciclo de fotografías que ella ha dedicado a la ocupación pacífica y ahora consentida que las inmigrantes filipinas en Hong Kong hacen del centro financiero de la ciudad,  uno de los más importantes del mundo. Una ocupación que sólo se hace en los días festivos, dictada por la falta de espacios de reunión y de recreación en la atiborrada ciudad, y que es un estimulante despliegue de ingenio y de capacidad de auto organización. En la mañana temprano llegan por miles unas mujeres dedicadas en su mayoría al servicio doméstico, y con una rapidez y una eficacia inusitada ocupan las plazoletas y las amplísimas áreas de circulación del centro con una ciudadela de cubículos de cartón reciclado que ellas ocupan durante el resto del día dedicadas a las más variadas actividades domesticas, de descanso y recreación. Al final de la tarde y con la misma rapidez y eficacia desmontan y recogen todo para que al día siguiente los ejecutivos y los clientes de la tiendas de lujo encuentren los espacios compartidos del centro financiero igual de impecables que cuando los usaron por la primera vez.
Cierto, muchas cosas pueden decirse y pensarse a propósito de este llamativo contraste entre la deslumbrante arquitectura de uno de los más importantes cuarteles generales del capital financiero internacional  y la efímera arquitectura de cartón reciclado construida por las inmigrantes filipinas. Pero aquí y ahora quiero subrayar que este contrate escenifica la elección que una sociedad en crisis tiene que hacer hoy entre el egoísmo y la codicia y la solidaridad que recupera y vivifica la vida en común.       

martes, 3 de julio de 2012

El patíbulo de Sam Durant.



Al final del largo eje compositivo del parque Karlsaue que une visualmente el palacete de la Orangerie con una fuente y un gran estanque ornamental, el artista americano Sam Durant  levantó, en respuesta a la invitación de Documenta,  una imponente estructura de madera y metal. La llamó Scaffold, el andamio, pero él mismo se encargó de aclarar que esa construcción era en realidad una síntesis imaginaria de varios de los patíbulos utilizados a lo largo y ancho de nuestro mundo. Una versión si se quiere de las ominosas y reveladoras Cárceles de Piranesi pero sobre todo la actualización y reinterpretación igualmente inesperada de la fila de guillotinas que Ian Hamilton Finley instaló en ese mismo lugar durante la octava edición de Documenta, dirigida por Manfred Schneckenburger. El artista y poeta escocés quiso entonces  demostrar que el terror revolucionario estaba implícito en los ideales de la Ilustración que habían inspirado la construcción del conjunto palaciego del que hacen parte el Fridericianum, la Orangerie y el gran parque Karlsaue, con sus perspectivas, sus arboledas, sus glorietas, sus esculturas alegóricas, sus fuentes y estanques ornamentales. Y no puedo descartar que esa misma sea la intención de Durant: mostrar que el terror es el doble, la sombra tan amenazante como inseparable de la razón ilustrada. Pero yo tuve una experiencia que me apartó de una línea de interpretación que une a  Theodor Adorno con Giorgio Agamben.  Cuando visité la obra de Durant durante la preview de Documenta encontré a un obrero dando los últimos retoques a la misma. Y entonces se me vino a la cabeza el patíbulo que se levantó expresamente en Bagdad para ahorcar a Sadam Hussein y la convicción de que los obreros que lo construyeron lo hicieron con la misma indiferencia con respecto a la finalidad última de  su trabajo con la que los obreros de Kassel hicieron el suyo. A ambos, pensé, les dio igual que lo que construían sirviera para colgar del cuello hasta la muerte a un dictador o para satisfacer el deseo de un artista contemporáneo de ofrecer a los visitantes de Documenta una lección estética y moral.  Y esa indiferencia - que tan radicalmente ha explorado Santiago Sierra en buena parte de su obra - sí que supone una crítica  en los hechos de la moral de la Ilustración que sobrepasa definitivamente los límites de la Ilustración y se sitúa más allá del bien y del mal.