lunes, 13 de abril de 2015

Beth Moyses y la experiencia de las novias.



La obra de Beth Moysés es impensable sin la violencia de género que invoca y exorciza. Sólo que ella, en vez de mostrar sin más los destrozos causados en tantas mujeres por dicha violencia, elige ponerla en escena utilizando una y otra vez la figura de la novia. Figura tan arquetípica como paradójica que reúne la sublimación de la condición femenina con la posibilidad cierta de su más extrema degradación. Esa que los pastores de almas invitaban a aceptar resignadamente con el consejo utilizado como título de una exposición colectiva en la que participó Beth Moysés: “Lo hace porque te quiere”. Degradación que con frecuencia alcanza el extremo de la eliminación física que un tristemente célebre díctum machista justifica en estos términos siniestros: “La maté por qué era mía”.
La figura de la novia no es desde luego simple: a cada una de sus partes la espesan significados que se encubren unos a otros. Así el blanco del traje, el velo y el ramo evoca sin duda la pureza virginal que el cristianismo en su versión católica exalta como atributo característico de la Virgen María, la Inmaculada, la Purísima, la Madre de Jesús, que lo fue por la voluntad omnipotente del Dios Padre. Pero cuando esta sacralidad encarna en las mujeres de carne y huesos sus signos se repliegan sobre el mundo y quedan expuestos a las diversas interpretaciones mediante las cuales los mortales intentamos resolver en términos simbólicos los conflictos derivados de los deseos, las exigencias y las necesidades  que determinan nuestra existencia. De hecho, cuando el color blanco fue adoptado por primera vez como el color del traje de novia por la reina Victoria en su matrimonio de 1848 con el príncipe Alberto, el motivo de la virginidad quedó dominado por exigencias que le asignaron el papel de signo de limpieza de estirpe y de sangre y de exhibición de una  superioridad social y política que utiliza la elegancia para marcar una distancia insalvable con el resto de la sociedad. Cuando el uso del color blanco en los trajes de las novias se popularizó entre las clases medias y populares reafirmó ciertamente el motivo de la virginidad sólo que entrelazado  con el vano deseo de emular la elegancia propia de las clases altas. El velo por su parte encubre en su transparencia dos significados. En primer lugar se exhibe como una prueba inequívoca de que hasta el momento mismo del rito nupcial la novia ha estado a cubierto del mundo y sus miserias y sobre todo a salvo de las miradas masculinas que, como ha sentenciado Ángel Gabilondo, tienen la potencia de una erección. Y en segundo lugar, el desvelamiento al final de la ceremonia matrimonial es la autorización al novio para que prive a la que ya es su esposa de la virginidad, rompiendo en el lecho matrimonial el velo en el que la misma reside: el himen. El ramo de flores es, por una operación igualmente metafórica, la novia misma: una flor cuya belleza atrae a quién la ha de fecundar y hacerla fructificar.


Cierto, la exigencia de la virginidad está expuesta- al igual que el patriarcado - a una decadencia, que intentan inutilmente revertir los hombres que agreden brutalmente a sus parejas. Pero esta decadencia no anula la sublimación de la mujer que toma cuerpo en la figura de la novia porque a dicha sublimación la mantiene todavía en pie el amor romántico, que idealiza a la mujer con tanta o mayor fuerza que lo hace o lo hacía la exigencia de virginidad. De hecho el blanco puede ser leído como una sublimación añadida que convierte el rojo de la sangre, del amor y la pasión - y cuyo órgano simbólico es el corazón enamorado - en un color que no es un color sino la anulación de todos los colores: el blanco, símbolo de la luz.     


En la obra de Beth Moyses todo cuanto de sublime tiene  la figura de la novia contrasta con los padecimientos de las mujeres maltratadas. Gracias, en primer lugar, a la  incorporación a los performances de esta notable artistas brasileña de mujeres, víctimas de la violencia de género, que han buscado refugio en casas de acogida. Para ellas el día de su boda ya tiene poco o nada de sublime y su rico simbolismo ha quedado anulado por la dura experiencia de un matrimonio definitivamente roto por la violencia ejercida por su pareja. De allí que para ellas represente un auténtico desafío la propuesta de Beth Moysés de vestirse de nuevo de blanco no para renovar los votos matrimoniales sino para con dicha investidura escenificar su pasión y al mismo tiempo liberarse de ella. Como es bien sabido esta última es la definición de la catarsis ofrecida por Aristóteles, sólo que el teatro que Beth Moysés propone y ellas realizan no es teatro en sentido estricto sino un ámbito teatral ubicuo que se despliega sin literatura de por medio en calles, plazas, galerías de arte o museos donde el público es atraído y fascinado por la marcha de mujeres silenciosas vestidas de pies a la cabeza de blanco, que luego se disponen en circulo para darle un sentido completamente inédito a los instrumentos y las tareas identificadas desde siempre con la condición femenina: el hilo, la aguja, los corchetes, las telas, el lavado de ropa, la costura, el tejido…Y la sangre, sobre todo la sangre, símbolo de la pasión y los padecimientos que trae consigo el amor romántico- como ya dije.