Vengo de enviar
a la redacción de la revista L´Officiel
el artículo que me habían pedido para su número de septiembre sobre Dominique
González-Foerster, en el que he intento desentrañar la raíz de su larga y
fecunda complicidad con Enrique Vila Matas remontando hasta el origen
ciertamente literario del arte de la performance: La carta robada de Edgar Allan Poe. Estoy desde luego satisfecho
con el articulo pero aún así lamento que por las inevitables limitaciones de espacio
no haya podido explorar también la conexión o la correspondencia entre la
manera cómo piensa y realiza sus instalaciones la artista francesa y la manera
cómo realizó Terrence Malick su
película To the Wonder (2012). Como
es sabido el realizador americano la rodo sin un guión preestablecido, si acaso
con una escaleta, jugándose el todo por el todo a la carta de que los actores
interpretaran a su aire el lugar en los que él en cada momento del rodaje los situaba. Interpretación por partida doble:
el actor interpretaba al personaje que le había sido asignado (el escritor, la madre soltera, la
otra…) y al mismo tiempo interpretaba al lugar, lo hacía suyo, lo convertía en escenario,
imaginando qué es lo que su personaje haría en ese lugar y no en cualquier
otro. Igual ocurre en las siempre
enigmáticas instalaciones de Dominique González-Foerster, en las que el espectador se ve igualmente incitado y
hasta forzado a interpretar interpretando el espacio. Con dos diferencias
importantes. La primera, que el espectador debe imaginar o componer al personaje que a su juicio mejor encaja en
el escenario en el que se encuentra antes de interpretar en su cabeza las cosas
que dicho personaje haría en el mismo. Y en segundo lugar, que el equivalente del
trabajo en la sala de montaje de Malick de enhebrar escenas y otorgarles la
palabra hay que buscarlo en Marienbad
eléctrico(2016), el libro que Vila Matas ha dedicado a enhebrar y a
concederle la palabra a las subyugantes instalaciones de DGF.
martes, 23 de agosto de 2016
domingo, 21 de agosto de 2016
Ferragosto.
Ferragosto. La palabra me viene de golpe a la
cabeza y no tanto por la fecha del festejo sino porque de repente me doy cuenta que este
agosto me está resultando inesperadamente romano. En primer lugar por las
“películas de romanos”, esas superproducciones de Hollywood de los 50/60 del
siglo pasado en las que me zambullí hasta el fondo para escribir el artículo
sobre Trumbo y Ave Cesar que publiqué en este mismo blog hace unos días. Y por
cuenta también de los azares de la programación televisiva que me han llevado a
ver casi simultáneamente dos filmes ciertamente memorables: Vacaciones en Roma, protagonizadas por
Gregory Peck y una Audrey Hepburn en estado de gracia (el guión es de Dalton
Trumbo), y La gran belleza de Pietro
Sorrentino. Las dos películas suceden en Roma pero como paradójicamente en Roma
sólo “lo fugitivo permanece y dura” (Quevedo dixit) las Romas de la película
son muy distintas entre sí. La primera es la Roma de un cineasta americano que
ha desembarcado en la ciudad tras sus tropas y sus corresponsales y que quieren
compartir con sus compatriotas tanto los encantos legendarios de la Ciudad
Eterna como el orgullo de completar la conquista de la misma conquistando el
corazón de sus gentes mediante la historia seductora de un amor fou que no conoce más ley que la suya ni mas tradiciones y jerarquías
sociales que las que el corazón está dispuesto a reconocer. Porque si es cierto que la princesa al final
opta por el deber y no por el amor, no lo es menos que el público no se identifica con su gesto sino
con el dolor de Joe- el periodista
americano interpretado por Peck- que ve
como la princesa desaparece de su vida tan súbitamente como irrumpió en
ella.
La Roma de Sorrentino es también una Roma vista por un periodista
o mejor por un cronista de su vida cultural, que es novelista y que proyecta
sobre ella una mirada entre cínica y crepuscular. La película es de una opulencia visual que no solo justifica
sobradamente el titulo sino que reverdece mi pasión nunca dfinitivamente extinguida
por el barroco. Además es claramente deudora del inconmensurable Federico
Fellini. El cronista- Jep Gambardella,
interpretado por Toni Servillo- es la
versión melancólica de Marcello Rubini - el periodista de La Dolce Vita
interpretado por Mastroiani - pero también lo es de Guido Anselmi - el alter
ego del propio Fellini interpretado igualmente por Marcello Mastroiani- que en plena crisis creativa protagoniza 8 ½. Jep es un novelista que no puede escribir una nueva novela y La gran belleza es
ciertamente una crónica mundana de Roma
como lo fueron en su día tanto La dolce
vita como Fellini Roma. Sólo que
esta de Sorrentino es una Roma que ha cancelado definitivamente la inocencia y que
prefiere el jouissance del
libertino a la joie de vivre del pueblo romano, tan celebrada por Pier Paolo Pasolini.
Es la Roma que nos aguarda a quienes sabemos que jamás veremos la Tierra
Prometida.
miércoles, 17 de agosto de 2016
Reivindicación de Clint Eastwood.(I)
La dábamos por muerta o desaparecida y súbitamente reaparece con fuerza, en una insólita confirmación de la teoría freudiana del retorno de lo reprimido. Y lo hace no como un fantasma amenazante que conjura a todos los poderes de la vieja Europa en su contra sino como una irritante perturbación del discurso hegemónico allí donde él reafirma sin fisuras: las elecciones democráticas. Se la hizo responsable del Brexit en mucha mayor medida que las mentiras y exageraciones de sus promotores y ahora ese mismo establishment cosmopolita y liberal la responsabiliza del auge de Donald Trump, el líder al que hasta ayer estigmatizaban por fascista y populista y hoy además por “errático y provocador”. Se trata de “la clase obrera blanca” que - según un artículo de Marc Basset publicado en el diario El País (12.08.2016)- es el botín electoral que actualmente se disputan Hillary Clinton y Trump.
Quienes la critican por votar a quién no debe suelen
describirla como un colectivo envejecido, poco calificado o con una
calificación que se ha quedado obsoleta por la
robótica y la informática y que por lo tanto que no puede ser sino reactiv0
o simplemente reaccionario. Yo no comparto esta descripción porque excluye la posibilidad
de que esta clase social en trance
agónico sea o pueda ser de otra manera. Clint Eastwood, por ejemplo, no solo
cree en esa posibilidad sino que la ha explorado y expuesto en un filme tan remarcable
como El gran Torino. Película muy personal porque no solo la
dirige sino que interpreta a su protagonista: Walt Kowalski, un obrero jubilado
de la industria automotriz, combatiente de la Guerra de Corea, dueño de una
chalet en un suburbio que ayer fue próspero y habitado por trabajadores blancos
como él y hoy está degradado y poblado por afroamericanos e inmigrantes
asiáticos. Kowalski es un lobo estepario que se lleva mal con su familia y que
desprecia a los “chinitos” que tiene de vecinos y que en realidad no son chinos
sino de la etnia Hmong que colaboró con los americanos y se fue con ellos cuando
estos perdieron la guerra de Vietnam y abandonaron Indochina. Kowalski en
realidad solo quiere a su perra Daisy y a su flamante coche, un Torino
construido en el año de 1972, que le llena de orgullo no solo por su belleza
sino porque es un símbolo deslumbrante de la superioridad que entonces exhibía
la industria automotriz americana sobre la de sus rivales en el mundo. La
superioridad que el trabajo de Kowalski y de tantos otros como él hizo posible.
Kowalski encaja como anillo al dedo en el estereotipo
que define a quienes se entusiasman con el llamado de Donald Trump a hacer a América grande de nuevo, entendiendo
por esa “grandeza” la que exhibía América en los años 50 y 60 del siglo pasado
en los que, como ha recordado Michael Moore, la clase obrera vivía como vivía
la clase media. Los mismos que comparten la tesis de que si la clase obrera
blanca ha perdido la prosperidad de la
que entonces disfrutaba ha sido por culpa de esos inmigrantes de todos los
colores dispuestos a trabajar jornadas extenuantes por salarios de mierda. El
Kowalski imaginado por Eastwood podría incluso suscribir otra de las tesis de Trump:
que América dilapidó su grandeza librando guerras en países remotos que encima
no se lo agradecen. La conciencia de Kowalski sigue atormentada por el hecho de
que durante la guerra de Corea el mató a sangre fría a unos soldados enemigos
que se habían rendido.
Kowalski no se enrola sin embargo en las legiones del odio alimentado por el racismo y la xenofobia que ahora está reclutando Trump. Él convierte la tentativa de robo de su amado Torino por uno de los hijos adolescentes de la familia de sus vecinos no en un motivo para acrecentar su xenofobia sino para empezar a dejarla. Decide convertirse en el padre putativo o por lo menos en el guía y protector tanto de ese adolescente como de su hermana, aceptar invitaciones a festejos en la casa familiar de estos y por último intervenir abiertamente en el conflicto que los enfrenta con una banda de delincuentes del barrio. Pero no lo hace aplicando el ojo por ojo ni como lo habría hecho Harry el sucio, el detective implacable interpretado por Clint Eastwood que realizó ejemplarmente las fantasías de esa multitud de amantes de las armas siempre deseosos de hacer justicia con sus propias manos. No. Kowalski hace justicia poniendo la otra mejilla. Desafía a un duelo a toda la pandilla en las puertas de su guarida pero en vez de liquidarlos a todos se dejó acribillar por ellos sin hacer el más mínimo gesto de defensa. Ni siquiera llevaba consigo su Magnun 44.
Kowalski no se enrola sin embargo en las legiones del odio alimentado por el racismo y la xenofobia que ahora está reclutando Trump. Él convierte la tentativa de robo de su amado Torino por uno de los hijos adolescentes de la familia de sus vecinos no en un motivo para acrecentar su xenofobia sino para empezar a dejarla. Decide convertirse en el padre putativo o por lo menos en el guía y protector tanto de ese adolescente como de su hermana, aceptar invitaciones a festejos en la casa familiar de estos y por último intervenir abiertamente en el conflicto que los enfrenta con una banda de delincuentes del barrio. Pero no lo hace aplicando el ojo por ojo ni como lo habría hecho Harry el sucio, el detective implacable interpretado por Clint Eastwood que realizó ejemplarmente las fantasías de esa multitud de amantes de las armas siempre deseosos de hacer justicia con sus propias manos. No. Kowalski hace justicia poniendo la otra mejilla. Desafía a un duelo a toda la pandilla en las puertas de su guarida pero en vez de liquidarlos a todos se dejó acribillar por ellos sin hacer el más mínimo gesto de defensa. Ni siquiera llevaba consigo su Magnun 44.
Reivindicación de Clint Eastwood.(II)
Esta lección de genuino cristianismo parece normal en los Estados Unidos de América que, según propia declaración, es el más religioso entre todos los países del Primer Mundo. Pero en realidad contradice el culto a la violencia que domina la cultura popular americana. Y la propia filmografía de Eastwood como actor e inclusive como director. No olvidemos que él también ha firmado Imperdonable, ese western que podrá ser todo lo crepuscular que se quiera sin que por eso pierda su condición de apología de la venganza que concluye en una auténtica masacre.
Esta contradicción, que afecta al cine de Eastwood, marca
igualmente su conducta política. Cabe recordar que su duradera militancia en el
partido republicano no le ha impedido declararse en alguna oportunidad seguidor
tanto de Milton Friedman como de Noam Chomsky, dos pensadores contradictorios
donde los haya. Y ahora se le afea que, en una entrevista que publicará la
revista Esquire en septiembre, haya
quitado importancia a las declaraciones racistas y xenófobas de Donald Trump y sugerido
la posibilidad de apoyar su candidatura, olvidando su ejemplar intervención en
la Convención Nacional Republicana de 2012 que eligió a Mitt Romney candidato a
la presidencia de los Estados Unidos de América. En aquella memorable ocasión
Eastwood subió al escenario y en vez de hacer
el consabido elogio del candidato protagonizó un insólito monólogo dirigido a
la silla vacía donde dio por supuesto que estaba sentado el presidente Obama. Dijo
que le iba a hacer dos o tres preguntas, lamentó la existencia de “23 millones
parados en este país” y denunció que Obama había incumplido sus promesas de
poner fin a la guerra de Afganistán y de cerrar Guantánamo. Todas verdades como
puños, que le llevaron a pedirle al señor Presidente que se quitara del medio y
diera a otros la oportunidad de dirigir el país. Pero hizo más: cuestionó al
candidato republicano afirmando que lo que se necesitaba en la Casa Blanca no
era un abogado- como lo es Romney - “que están siempre ocupados, argumentándolo
todo, sopesando siempre las dos partes”, sino un empresario, un “empresario
estrella”. La multitud rió a placer las bromas y aplaudió entusiasmada la
intempestiva e irónica performance de Eastwood pero un portavoz de la campaña
de Romney se limitó a aclarar que “juzgar a un icono americano como Clint
Eastwood a través de los típicos lentes políticos no funciona”. Y Ben Labolt, portavoz
de la campaña de Obama, remitió todas las preguntas “a Salvador Dali”(¡!).
Por su parte Eastwood declaró: “Mi único
mensaje fue que yo quería que la gente apartara el factor idolatría de cada
contrincante. Que mirara solo el trabajo, el contexto y luego hiciera su propio
juicio. Yo traté de decir eso, pero lo hice de una manera indirecta, que tomó
mas tiempo, y supongo que a la gente le ha gustado. Yo podría decirlo de otra
manera pero trasmitiendo el mismo mensaje, que el pueblo no tiene porqué besar a sus políticos. No
importa en qué partido estén, tú tienes que evaluar su trabajo y juzgarlos a
partir del mismo. Esa es la manera de hacerlo en la vida y en cualquier otro
tema, pero a menudo en América nos ponemos gaga, y prestamos atención a los
valores equivocados”. [Yamato, Jen (September 14, 2012). "Clint Eastwood Says He'd 'Say
Something Else' If He Could Have RNC Re-Do". Movieline. La traducción es mia. C.J ]
Impecable.