Fue un descubrimiento aunque en realidad lo esperaba.
Porque si estaba allí, en el Instituto de Bellas Artes de Tetuán(07.07.2017), era precisamente para asistir a las presentaciones de los
trabajos de final de carrera de los estudiantes en mi calidad de parte del
jurado encargado de premiar al mejor. Y eso era lo que Khadija El Abyad estaba
haciendo: presentado los resultados de un año entero de trabajo. El titulo del
mismo podría resultar excesivo, Le corps
entre doleur et souffrance, pero la sutileza de distinguir entre el dolor y
el sufrimiento en realidad es la sutileza que guía el conjunto de las obras
incluidas en el proyecto. Empezando por el desplazamiento en el despliegue de
mismo del cuerpo por la piel y de la piel por las medias de mujer. Esa doble
piel que ratifica o subraya la condición femenina y que ella ha utiliza para
construir objetos o componer que son en realidad collages y que como los objetos
evocan la experiencia del cuerpo adolorido o sufriente. O suspendido entre
ambos registros. La sutileza igualmente
de distinguir entre la dermis y la epidermis mediante el recurso de deslizar
cuidadosamente una aguja entre una y otra la aguja con la que Khadija va cosiendo un dibujo en su propia
mano. A la manera de los dibujos rituales con gena. Tal como lo documentan
varias fotografías y el vídeo emitido en una de las tres pantallas de una video proyección.
La otra emitía el registro de una performance en la ella, enfundada en un traje
como en un sudario, se contorsiona intentando encontrar la postura en la que
los cristales rotos que ha cosido al mismo le hagan el menos daño posible. Y claro no puedo menos que pensar que Khadija
El Abyad intenta exorcizar con algo más que un brillante proyecto de fin de
carrera el sino que condena a la condición femenina al sufrimiento.
viernes, 14 de julio de 2017
La resurrección de Damian Hirst
Resurrección. Fue la primera palabra que se me vino a
la cabeza cuando crucé la entrada el
Palacio Grassi de Venecia y me di de bruces con la colosal escultura que ocupa
literalmente la altura y los anchos del patio central de la imponente sede de
la Fundación Pinaut en la ciudad de los canales. Resurrección de un artista
al que había dado por muerto desde cuando
se dedicó a pintar un cuadros que no eran siquiera parodias de cuadros y que
parecían certificar que quién había ocupado el centro de la escena artística
británica e inclusive internacional sacándose de la manga como curador el Young British Art y como artista
ahogando un tiburón en una pecera de formol ya no daba más de sí. Que la
operación altamente especulativa y extraordinariamente mediática de fabricar y
vender en 74 millones de euros una
calavera cubierta de diamantes había agotado tanto sus facultades como su
inventiva. Me equivocaba. Y allí estaba ese coloso de 20 o 25 metros de alto,
hecho a imagen y semejanza de los guerreros que hace años se rescataron del
lecho marino en Rialce, para demostrarlo. Damian Hirst, el hijo de obreros, tan
audaz como oportunista, tan lúcido como cínico, maestro insuperado en el arte
de atraer sobre si la atención de todos los focos, resurgía de sus cenizas para
darnos una lección sobre qué es hacer arte en esta época en la que el mismo se
ahoga en su propia superproducción. En la que el exceso es la víctima preferida
del exceso y la crítica del arte al mercado resulta inane, irrisoria ante la
potencia y la eficacia de la crítica que le hace el mercado al arte.
Pero el coloso solo es el magnífico preámbulo de un proyecto
expositivo que se despliega por todos las salas del Palacio Grassi y por las del
edificio de Punta Dogana - la otra sede de la Fundación Pinaud- bajo el título
irónico de Treasures from the Wreck of
the Unbelievable. Y que consiste en la impecable y meticulosa exposición de
todos los tesoros artísticos depositados en el fondo del Océano Índico por el
naufragio hace dos milenios del Unbelievable, el increíble navío fletado por un rico
coleccionista de la época para trasladarlos a la sede del museo que pensaba
construir para albergarlos. Está demás decir que todo es fake, falso, como lo denuncia sin contemplaciones el hecho de que
las piezas de la pretendida colección incluyen junto a las previsibles estatuas
egipcias, griegas y romanas, un calendario azteca y una diosa Kali armada de
espadas enfrentada a una cobra de tres cabezas. Amén de la estatua del
coleccionista trajeado a la occidental que lleva de la mano a Bart Simpson.
Pero esta evidencia, como tampoco el exceso fantasioso del resto de las
esculturas expuestas en Punta Dogana, anula la inteligencia de esta formidable
operación. Que no solo pone en cuestión a los museos de arte antiguo y la
verdad consistencia de sus relatos sino que hace diana en el desaforado
coleccionismo contemporáneo, que no es menos arbitrario y caprichoso que esta
fascinante colección de disparates fraguada por Damian Hirst. Dadaismo en
estado puro ahora que ya no se lleva el dadaísmo.