viernes, 27 de enero de 2017

The Misfits: el comienzo del fin de la cultura patriarcal




 La televisión de pago te da cada sorpresa. Como la que me dio el otro día el canal TCM pasando The Misfists, la película de John Ford que convirtieron en leyenda los trágicos finales de Clark Gable y Marylin Monroe, sus principales protagonistas. El primero murió de un ataque cardíaco a pocos días de la finalización del rodaje en los arduos parajes de Nevada. Y la segunda se suicidó o la suicidaron en 1962, al año siguiente. Estas coincidencias movieron a comentaristas de la época a atribuir a la misma un carácter agorero. Porque a despecho de su forzado happy end, esta historia de loosers, de perdedores sin remedio, habría anticipado, en su tono sombrío y en el desasosiego que carcomía subrepticiamente la acción de sus protagonistas, las trágicas muertes que les esperaban. Como en los años siguientes le esperaba el infortunio a Montgomery Clift, quien integró, junto con Gable y Eli Wallach, el trío de machos  inadaptados que asediaron a Roslyn, el personaje interpretado por la Monroe en la película.
Que hoy, revisitada tanto años después, conserva sorprendentemente su carácter premonitorio aunque el mismo ya no remite solo al luctuoso final de sus protagonistas  sino remite igualmente a la crisis final de la cultura de quienes - en las elocuentes palabras de Ángela Davis en su discurso ante la Woman´s March del 20 de enero(2017) en Washington -  “todavía defienden la supremacía masculina blanca heteropatriarcal”.

 Esa cultura que en los días de su plenitud descubrió  en un género como el western  la manera más adecuada de convertir la sórdida historia de la colonización del “salvaje Oeste” en una épica paradigmática y exaltante. La épica que vertió en nuevas odres el vino viejo del culto a los pilgrim y de la que John Ford fue un autor indispensable.
El  Oeste en The Misfits resultaba irreconocible. Y no tanto por ese casino de Reno de los años 50 donde empieza la película ni por sus alrededores desérticos más bien tópicos donde se desenvuelve sino porque Gay, el cowboy interpretado por Gable, es una antigualla, un vaquero viejo sin rancho, caballo ni vacas, ni vibrantes cabalgatas por la pradera, que persigue en una camioneta destartalada caballos salvajes para venderlos por un puñado de dólares a los proveedores de carnicerías. Guido, su socio, interpretado por Eli Wallach, es un piloto que regresó de la guerra con el alma hecha trizas y que se gana la vida como puede utilizando su maltrecha avioneta. Perce, interpretado Montgomery Clif, tampoco encaja del todo en el estereotipo porque vive de competir en los rodeos, que tan poco lugar ocupan en los western de la edad dorada. Y para rematar tampoco quedan indios salvajes que expongan estas biografías a peligros mortales. El Oeste de The Misfits es el Oeste al cabo de su despiadada colonización, con sus caballos sin más destino que la carnicería y sus héroes derrotados por el mismo progreso que Tom Doniphon, el vaquero protagonista de El hombre que mató a Liberty Valance, defendió de manera tan abnegada. Héroes rotos cuya hombría John Ford reivindica in extremis en esa estremecedora secuencia en la que un Clark Gable arrugado, envejecido y enfermo, libra en el papel de Gay un duelo mortal con el garañón de la exigua manada de caballos salvajes que han capturado. Un hombre puede ser derrotado pero jamás vencido, afirmó alguna vez Ernest Hemingway, otro macho alfa, que por lo demás se pegó un tiro por esas fechas.  


El contrapunto de este heroísmo crepuscular lo encarnó Marylin Monroe en su papel de  Roslyn, el personaje que el célebre dramaturgo Arthur Miller, el  guionista del filme y su marido por entonces compuso para ella. Roslyn es una mezcla de ingenuidad tontarrona, sexualidad desbordante y sentimentalismo lacrimoso que, a pesar de su divorcio, encaja sin problemas en el arquetipo de mujer deseada por el patriarcado. Y  Marylin lo interpretó cargando las tintas a la ingenuidad y la sensiblería, quizás porque no podía hacerlo de otra manera. Porque en el momento del rodaje atravesaba una profunda crisis síquica que intentaba paliar mediante un consumo compulsivo de estimulantes y sedantes que le impedía satisfacer cabalmente las exigencias profesionales de Ford y las maritales de Miller. Ella, al igual que Gable, estaba rota. Y Ford y Miller les ofrecieron la inesperada oportunidad de sublimar la derrota en el ámbito imaginario del cine, esa fábrica de sueños, que diría Ilya Ehrenburg. A Gable, mediante su victoria sobre el joven e impetuoso garañón y a Marylin mediante la victoria de su piedad sobre el orgullo y el instinto depredador del viejo vaquero. Pero ni Gable ni a Marylin esas victorias vicarias les impidieron darse muy pronto de bruces con la barrera de la muerte. Y los papeles que habían interpretado ya tenían fecha de caducidad.

 
       
  

lunes, 2 de enero de 2017

La Torre de Shanghái o la fidelidad de la arquitectura a la belleza.



 
Cuando visité la Torre de Shanghái  hace unas semanas pensé que si algo tendríamos los amantes del arte que agradecer a la arquitectura   es  el que nunca haya enterrado o devaluado irremediablemente el ideal de belleza. El ideal que para Vitrubio integraba, junto con la firmeza y la utilidad, los tres principios de la arquitectura y que pareció perderse con la irrupción de la arquitectura de hierro - el Cristal Palace de Paxton- y del rascacielos- Sullivan- simplemente porque estas prodigiosas construcciones ya no encajaban en  ninguno de los cánones estéticos derivados del prolongado retorno a la Antigüedad clásica que dominó la cultura europea desde el Renacimiento hasta el Romanticismo. Pero hay que reconocerle una vez más a Marcel Duchamp su papel de pionero: en 1913 eligió al rascacielos Woolworth de Nueva York, diseñado por Cass Gilbert y entonces recién construido, como un object trouvé, debido a que encontró en él la misma insólita  belleza que poco después descubriría igualmente en su célebre urinario. La arquitectura moderna no abandonaba la belleza: se limitaba simplemente a transformarla, liberándola de la ganga del clasicismo. A la villa Rotonda de Palladio Le Corbusier opuso como alternativa a la Ville Savoy  y al templo de Poseidón de Paestum Mies van der Rohe opuso el pabellón de Alemania en la Feria Internacional de Barcelona de 1929.
Cierto, han sucedido desde entonces episodios como el de la arquitectura llamada brutalista que cultivaron el feísmo, como lo habían hecho en su campo el Expresionismo, el Art brut y el Informalismo.

E incluso tentativas populistas como las plasmadas en el Aprendiendo de
Las Vegas de Robert Venturi y Denise Scott Burton de transformar el mal gusto en buen gusto. O simplemente de anular definitivamente la distinción entre uno y otro, por aquello de que “todo vale” (siempre que sea rentable, que diría un cínico). 

Pero la belleza seguía y sigue allí. Por ejemplo: en el cementerio de Módena de Aldo Rossi, el Museo Abteirung en Mögengladbach de Hans Hollein, el Museo Romano de Mérida de Rafael Moneo,  la Fundación Cartier en Paris de Jean Nouvel y desde luego en el Guggenheim de Bilbao de Frank Gehry, donde el esfuerzo pionero del cubismo por representar al espacio como un conflictivo campo de fuerzas culmina en su plena realización.
Admito que el concepto de “intensidad”, tan querido por Gilles Deleuze, sea tal vez más apropiada que el de “belleza” para calificar el museo bilbaíno. Pero en cambio no me cabe duda de la indudable pertinencia de este último en el caso de la Torre de Shanghái, en la que el intenso juego de fuerzas y tensiones que es responsable del inconfundible aspecto tumultuoso del Guggenheim de Gehry está armoniosamente encausado por una espiral que asciende al cielo con la misma fascinante suavidad con la que se deslizan las serpientes. Esta metáfora no resulta por lo demás del todo arbitraria si se piensa que mientras la arquitectura deconstructivista remite a la catástrofe - de la misma manera que el cubismo al campo de batalla  como lo corrobora el Guernica de Picasso - la Torre de Shanghái remite a la naturaleza. Y más precisamente a una relación armónica o por lo menos amigable con ella. 
Puede decirse incluso que es un edificio ecológico: los nueve cilindros                                   

apilados que lo componen están recubiertos por una doble fachada acristalada que hace el efecto de un termo para atemperar las relaciones de temperatura entre el interior y el exterior con el mínimo gasto energético posible. Y  la forma en espiral de la misma no solo parece modelada por el viento - como en efecto lo fueron sus maquetas preparatorias en una túnel del viento - sino que al ser de esa manera reduce en un 24 % las cargas del viento, lo que ha supuesto un ahorro equivalente de metales y materiales de refuerzo en su estructura portante. La Torre cuenta, además, con turbinas tanto en las fachadas como en la cúspide capaces de generar energía eólica suficiente para cubrir una parte importante de sus necesidades energéticas, aprovecha la energía geotérmica, recoge la lluvia y la recicla,  dispone de nueve jardines interiores y en lo más alto un mirador al aire libre. 
En fin, podría aportar más información técnica sobre este edificio de 128 pisos y 632 metros de altura, diseñado por un equipo de la empresa Gensler  liderado por el arquitecto Marshall Strabala en colaboración con el también arquitecto Jun Xia. Pero ahora me basta con afirmar o reiterar que es un bello edificio. Uno de los más bellos que jamás haya visitado.