La exuberante instalación espacial de Joana Vasconcelos
en el muso Guggenheim de Bilbao es sin duda lo mejor que le ha ocurrido hasta
la fecha a una arquitectura de la que
podría decirse hace saltar por los aires
el legado del barroco histórico solo para mejor actualizar sus lecciones. En
particular las lecciones expuestas ejemplarmente Borromini en la iglesia Sant´ Ivo alla Sapienza en Roma, ese
dispositivo espacial prodigioso que concilia lo inconciliable: las fuerzas
centrípetas y las centrífugas, el peso y la elevación, el lleno y el vacío, la
consonancia y la discordancia, el cuadrado y el círculo, el triángulo y la
elipsis, la tradición romana y la innovación gótica… Ignoro si Frank Gehry
estudió a fondo este ejemplo o si simplemente se dejó guiar en el ámbito de
esta clase de dialécticas por Contradicción
y complejidad de la arquitectura por
Robert Venturi. De lo que estoy seguro
es que la arquitectura del Guggenheim de Bilbao es una feliz prolongación de
dichas lecciones en un época en la que ya es de suyo evidente lo que intuyó y
anticipó Borromini: que el espacio no es el vacío estático e indeterminado donde
opera la mecánica clásica sino el campo dinámico generado y tensado por fuerzas
en conflicto donde se despliega la física contemporánea. Por lo que no
sorprende que en el museo de Bilbao la forma sea con mayor contundencia que en Sant´
Ivo alla Sapienza el resultado del esfuerzo sostenido por imponerla en contra
de las tendencias que persisten en desintegrarla.
La forma entonces como logro y testigo
de contradicciones insolubles.
La obra de Vasconcelos también pertenece a la tradición
barroca aunque lo sea en el registro ornamental de la misma. Como el baldaquino de Bernini en la catedral de San
Pedro de Roma o el portal de Pedro de Ribera en el Real Hospicio de San Fernando de Madrid que
aunque pétreas están afectadas por la provisionalidad irremediable del
ornamento. Se distingue sin embargo en que ambas por potentes que sean son
episodios aislados en un conjunto arquitectónico que evidentemente las
sobrepasa mientras que la intervención de la artista portuguesa
invade literalmente la arquitectura del museo de Gehry. Es una escultura multicolor, filiforme e
ingrávida que serpentea sin tasa ni medida por todos los vanos y recovecos disponibles. Una
vibrante formación coralina, un
ingobernable rizoma de rizomas. Pero igualmente un festón mayúsculo, un encadenamiento
de farolillos, lámparas y guirnaldas igualmente de desaforadas, que evocan con
fuerza la colorida ornamentación de las verbenas y las fiestas populares. Al igual que el
baldaquino de Bernini se conecta con los floridos palios efímeros usados en las
celebraciones y los festejos religiosos de la época. Todo muy en consonancia
con kitsch sin complejos de las esculturas que Vasconcelos expone
simultáneamente en una de las grandes salas de la planta baja.