sábado, 22 de septiembre de 2018

Hablan las putas.




Con apenas una semana de diferencia he visto dos piezas de arte que se atreven con una las polémicas más intensas que se están dando actualmente en España y en la que se dirime si las putas son sujetos de derecho o solo objetos del mismo. Esta polémica ya se cobró a su primera víctima: Concepción Pascual, a quién le costó el cargo de directora general del Trabajo la legalización de Otras, un sindicato de trabajadoras sexuales. Carmen Montón - la ministra del trabajo que la cesó antes de que ella misma se viera obligada a renunciar por cuenta de inconsistencias en su currículo académico - demostró con ese despido su toma de partido sin fisuras por la opinión de legión de feministas que exigen la prohibición de la prostitución a la que califican de actividad denigrante ejercida por esclavas sexuales explotadas despiadadamente por tratantes de blancas y proxenetas. Confían en que una ley que la prohíba liberará a dichas esclavas de lo que en ningún sentido puede considerarse un trabajo, devolviéndoles su libertad y su dignidad. Las portavoces de Otras no están para nada de acuerdo, defienden la tesis de que la organización sindical y el amparo del Estatuto de los Trabajadores son precisamente los que les garantizaran su libertad y les permitirán defenderse de tratantes y proxenetas. “No somos muñecas de trapo que se pueden usar y tirar a su antojo”- declaró a la prensa Conxa Borrell, una de dichas portavoces.
Las dos obras de arte a las que me refiero la cuestión de si las putas son víctimas se dirime en torno a dos figuras del puterío situadas en dos puntos extremos de la escala social: la puta inmigrante tercermundista y la escort española que presume de integración social y de estudios universitarios. La primera es Linda Porn y es la protagonista de un video de su autoría,  incluido la exposición Todos los tonos de la rabia, abierta actualmente en el Musac de León. Ella lo presenta como un statement o manifiesto en el que asume desafiantemente su condición de puta, declara que ha venido a España por sus propios medios y se declara no solo una trabajadora sexual que genera plusvalía como la genera cualquier otro trabajador sino que rechaza el papel de víctima y se asume como el nuevo sujeto revolucionario, justamente por el estigma social y la marginación que padece. Suelta su arrogante discurso jacobino desnuda en una bañera y lo concluye inscribiendo con una cuchilla en la piel de su antebrazo izquierdo la frase: “Soy una puta mestiza”. Imposible no recordar una performance de hace unos años en la que Regina José Galindo rasgó con la punta de una navaja la piel de su muslo izquierdo para escribir la declaración: “Soy una perra”.
La escort se llama Diana en la película del mismo título dirigida por Alejo Moreno, estrenada ayer en los cines Renoir de Madrid. Su estructura discursiva es desde luego más compleja que la vehemente proclama de Linda Porn, lo que le permite ofrecer un papel protagónico a uno de los clientes y mostrar otras facetas del problema de la prostitución, pero su parti pris o su leit motiv si se quiere es la entrevista que una periodista le hace a Diana. Le pregunta si se siente víctima y ante la respuesta negativa de ella le contra pregunta no siente miedo de abrirle la puerta a un extraño, Diana le responde inmediatamente que no, que quién debería sentir miedo es ese extraño. El resto del filme se dedicará a demostrar hasta qué punto un cliente debe temer a una puta que no por serlo es una “muñeca de trapo” en sus manos. O sea que tanto el video de Linda Porn como la película de Alejo Moreno coinciden en presentar una imagen de las putas en contravía de la imagen de indefensión y sometimiento que es esgrimida como argumento inapelable por quienes desean prohibir tajantemente la prostitución.
Dos observaciones finales. La primera: la película es una ópera prima de su director y esto se nota en cierta inconsistencias del guión, compensadas eso si por las notables interpretaciones de Laura Ledesma en el papel de Diana y de Ana Rujas en el papel de su alter ego, Sofía. La segunda: el filme también es el debut como directora de fotografía de Irene Cruz, conocida hasta la fecha por su uso artístico de la fotografía. Y fue precisamente su arte, la luz azul que ilumina sus fotografías de ninfas, de bosques y de lagos nórdicos, lo que movió a Moreno a pedir que se hiciera cargo de fotografía de Diana. Le parecía el contrapunto más apropiado para el tono expresionista que quería imprimirle a la misma.  
  



       

jueves, 20 de septiembre de 2018

Rosa Garrigue en el zoo de Varsovia.




Quizás T.S. Eliot se equivocó otorgando a abril el calificativo de the cruellest month cuando en realidad septiembre es el mes más cruel. Es el mes de las matanzas de los campos de refugiados palestinos de Sabra y Chatila en Líbano, del golpe de Estado que derrocó a Salvador Allende en Chile, de los atentados del 11 de septiembre en Nueva York y Washington y desde luego el mes en el que se desencadenó la II Guerra Mundial, el más devastador conflicto bélico que haya padecido la humanidad hasta la fecha. Podría decirse que en este caso la intuición poética ha sido corregida por la historia y añadirse que el verso inicial de ese vasto y atribulado poema que es The Waste Land también yerra  porque califica de cruel el resurgir de la naturaleza del duro invierno engendrando lilas y brotes tiernos. Eliot - anticipándose a la melancólica proscripción de poesía después de Auschwitz decretada por Adorno – parece dudar que después de tanta muerte y destrucción como la experimentada en la Gran Guerra fuera posible el regreso de la vida y de la alegría y la esperanza que habitualmente vuelven con ella. Y si lo hacen – vendría a decirnos  - es para recordarnos hasta qué punto la una y las otras estuvieron a punto de extinguirse para siempre. En el estado de ánimo en el que él y tantos otros como él se encontraban cuando en 1922 cantó a la tierra yerma, el renacimiento de la vida antes que alivio trae el resurgimiento de las penas.
Rocío Garriga da en cambio un si a la vida en un mes como el de septiembre, tan cruel desde el punto de vista de la historia como de la naturaleza que en el curso del mismo se entrega a  la agonía y muerte del verano y al marchitamiento otoñal que anticipa el letargo del invierno. Y lo pienso como conclusión de mi visita a la exposición suya con la que la Freijo Gallery inauguró la semana pasada su nueva sede en Madrid. Se titula La ley del espejo y su tema es el bombardeo por la aviación alemana del zoológico de Varsovia, en septiembre de 1939, justo al comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Ese bombardeo no es  sin embargo el único que le interesa a esta  joven artista valenciana que, según su propia confesión en el texto incluido en el catálogo de la muestra, se interesó en el tema de los zoológicos bombardeados a partir de la lectura del libro de W.G. Sebald Sobre la historia natural de la destrucción y en especial a partir de unas palabras de Lutz Heck incluidas en el mismo. “Cuando leí aquello la imagen del Zoo en llamas y de los animales que forzosamente libera la guerra se apoderó de mí”- afirma Rocío.  Este entrelazamiento entre destrucción, muerte y liberación es el que ella ha intentado reproducir en su exposición, en donde planos de las Butterfly bomb utilizadas en esa ocasión por la Lutfwaffe y  piezas hechas a partir de cristales rotos que evocan ciertamente los que son rotos por la explosión de las mismas se entremezclan con las piezas que exaltan a los pájaros o son testigos del coraje y el ingenio de Jan y Antonina  Zabinski. Esta pareja construyó en 1931 una villa imbuida de racionalismo vienés en los jardines del zoológico, que sobrevivió a los bombardeos del 39, y que los ocupantes alemanes les permitieron seguir ocupando junto al criadero de cerdos y al depósito de armas confiscadas al ejército polaco que instalaron en las ruinas del zoo. Los Zabinski se dedicaron a cuidar los animales que habían sobrevivido al tiempo que convertían su casa en un refugio para resistentes y fugitivos, entre los que destacaban los judíos. Creyeron con razón que la vecindad con la guardia que vigilaba de forma permanente el depósito de armas alejaría de la cabeza de las autoridades alemanas la sospecha de que en sus mismas narices se ocultaran aquellos a los que la Gestapo perseguía con tanto ahínco por toda Polonia.
Si para Giorgio Agamben Auschwitz es el nomos de la modernidad para mí las imágenes del zoológico bombardeado de Varsovia evocado por Rocío Garriga en términos de ruina, depósito de armas, criadero de cerdos, refugio de animales y de resistentes igualmente amenazados de muerte, ejemplo de astucia de y coraje me resulta el espejo en el que ella misma nos invita a mirarnos. Para descubrir en el rostro de una época como la nuestra en la que los demonios desencadenados de la guerra y el colonialismo, así como el recrudecimiento de explotación despiadada de los llamados recursos naturales, coexisten con el surgimiento impetuoso de una nueva forma de relación numinosa con los animales a los que ahora  consideramos nuestros hermanos, nuestros semejantes, y a los que estamos dispuestos a pedirles perdón imitando el gesto premonitorio  Nietzche que - en un momento de lucidez extraordinario - se lo pidió a un caballo de tiro en una plaza de Turín.
Añado que el refinamiento formal de las piezas que componen esta espléndida exposición va par y paso con su potencia alegórica.      




domingo, 2 de septiembre de 2018

Dora García repite a Oscar Masotta.




Ayer asistí al pase en el Museo Reina Sofía del largometraje “Segunda vez” de Dora García tanto por la reivindicación que supone de la figura de 0scar Masotta y por el hecho de que daría lugar a un diálogo entre Dora y Ana Longoni, la curadora de la magnífica exposición dedicada a este notable intelectual argentino inaugurada en el Macba a principios del verano. La película ni es una revisión exhaustiva de la obra de Masotta - como  fue la pretensión de la  expo del Macba - ni se refiere exclusivamente a él. Solo tres de sus capítulos están referidos a él, el cuarto a “Segunda vez”, un cuento de Julio Cortázar, y el cuarto al Museo de la Novela de la Eterna, de Macedonio Fernández. Pero aun contando con el homenaje de Dora a tan extraordinarias escritores debo reiterar que lo que me interesa es Oscar Masotta y no solo porque haya muerto joven, “como los amados de los dioses” que diría el poeta, sino porque fue una figura poliédrica situada en la encrucijada generada por la irrupción de la cultura pop y de formas inéditas de acción política, así como de la obra de Lacan, de la que fue un importante divulgador tanto en Argentina como en España. Volver sobre él, su obra y sus decisiones y opciones políticas con la mirada de un arqueólogo foucaultiano es poner al desnudo algunas de las claves de nuestra época. Ninguna época pasa en balde ni ningún pasado se desvanece como un espejismo en el aire. Y menos para Dora García, que con este filme ha reafirmado su interés en la repetición, en las segundas  veces que paradójicamente son siempre las primeras, que informa todo el ambicioso proyecto expositivo que el lunes echa el cierre definitivo en el cierre definitivo en este mismo museo.  Para recuperar a Masotta  ella ha repetido tres de sus performances: Para inducir el espíritu de la imagen, El helicóptero y el Anti happening. Con lo cual se ha puesto  de lado de Masotta en la critica que de hecho le formuló a Allan Kaprow realizando por segunda vez en el Buenos Aires  de los años sesenta seis de las performances que Kaprow había realizado previamente en Nueva York . Kaprow defendía entonces, con una radicalidad que atemperarían los años, que el happening era un acontecimiento único e irrepetible. Repetirlo era convertirlo en teatro, anulando así su radical contingencia. Al repetir a Kaprow o al inspirarse abiertamente en uno de sus happenings en Para inducir el espíritu de la imagen, Masotta ciertamente teatralizó el happening al mismo tiempo que hacía saltar todas las costuras que encorsetaban al teatro. Y Dora García ha hecho más. Repitiendo los performances de Masotta ha dado la razón al Borges autor de “Pierre Menard, autor del Quijote”. Aún la repetición más exacta del original es siempre distinta. Otros lectores, otras audiencias, otros contextos leerán siempre distinto el mismo texto.   


        

miércoles, 29 de agosto de 2018

Destruir cuadros.Tachar libros.


Marusela Granell me cuenta que destruye por sistema los cuadros que pinta y tacha hasta el último renglón de los libros que lee. Ella que pinta y lee muchísimo. Y yo echo mano de la vulgata freudiana y le explico sin que me lo pida que lo hace porque está dominada por una pulsión autodestructiva que la lleva a destruir lo que más se ama, como sentenció Oscar Wilde.  Pero no ni ella ni yo quedamos satisfechos con esta explicación. Hay algo más en su gesto compulsivo que va más allá de lo meramente sicológico y que intento captar acudiendo al concepto de arte homeopático, del arte que intenta redimirse inoculándose dosis gobernables de la amenaza mortal le asedia.  En este caso, la muerte de la pintura, tantas veces anunciada y tantas veces desmentida, y que sin embargo sigue allí, encarnada por la voracidad de la sociedad del espectáculo que excreta todo lo que ingiere en forma de imagen. Lo hace a un ritmo tan vertiginoso que ni siquiera sus museos nos conceden la pausa indispensable para que la pintura pueda suscitar ese ámbito incorpóreo de intimidad en la que el pintor, el cuadro y el espectador se funden en una experiencia inefable, mística si se quiere.


El gesto destructivo de Marusela podría calificarse también de iconoclasta y hasta de ludista sino fuera porque ella rompe sus cuadros solo para pintarlos de otra manera. Elige restos minúsculos de los mismos, los escudriña minuciosamente y luego los fotografía y amplia enormemente. Quiere que también nosotros nos detengamos, les prestemos atención y fijemos en ellos la mirada, esa mirada pausada y reflexiva que en el panóptico contemporáneo parece completamente subyugada por la ojeada. Un propósito semejante la lleva a tachar los libros que ha leído e inclusive sus cuadernos de notas. Quiere que reconozcamos que la lectura es igualmente un acto inmersión y no de dispersión, personal y no colectivo y por personal intransferible, que  obliga a que cada quien emprenda por su cuenta y riesgo. A quien todavía atraigan los libros, que los busque, los lea y se sumerja en ellos.



lunes, 13 de agosto de 2018

La nostalgia y la obsolescencia.




  
 Si algo atrae de la película Kodachrome es su forma de confundir la obsolescencia y la nostalgia y de darle cuerpo a una quimera propia de nuestra época. La asociación contra natura de la técnica y del alma que es la quintaesencia de ese “fetichismo de la mercancía” que la fotografía exterioriza y modula con singular eficacia. Tal y como lo enseña este filme de Mark Raso, cuyo argumento está inspirado en una crónica publicada en el New York Times que daba cuenta del hecho de que en respuesta a la decisión de la Kodak de dejar de producir la película kodachrome el dueño de una tienda de fotografía de un pueblo perdido en el Medio Oeste americano la ofrece como el último sitio donde podrán revelarse por última. Un anuncio que desencadena una vario pinta peregrinación de nostálgicos que desde las cuatro esquinas del país viajan allí en busca de esa última oportunidad. Ben es en el filme de Raso uno de ellos. Interpretado apropiadamente por  Ed Harris, es un fotógrafo de guerra mundialmente famoso a quien el anuncio de su inminente muerte por cáncer es agravado por la de la noticia de la definitiva obsolescencia de un recurso técnico que utilizó con éxito a lo largo de su dilatada carrera profesional. Y que además es el soporte de una serie de fotografías hechas muchos años atrás contenidas en unos carretes que desde entonces están sin revelar.  La asociación entre la fotografía y la muerte - en la que tantos han insistido, empezando por Roland Barthes y Susan Sontag -  reaparece aquí con fuerza. El viaje que Ben emprende desde Nueva York  hasta ese pueblo remoto de Kansas - y que convierte al filme en una insólita road movie -  es también una lucha contra su propia muerte. Una manera de asegurarse la propia  inmortalidad burlando con un puñado de fotos que pretende inmortales la sentencia a muerte proferida por el cáncer. Y de burlar de paso a la obsolescencia de la clase de películas que las hizo posible. Pero las fotos son algo más, son carne y pasto de la nostalgia, como la que padece por la pérdida de su hijo Matt. A quién ha perdido no porque haya muerto sino porque  ha renegado tajantemente  de su padre debido al abandono al que los sometió a él y a su madre que solo a regañadientes se decide a acompañarlo en esa peregrinación desquiciada en busca del último revelado.  El reencuentro forzado con un padre moribundo actualiza los motivos del rencor insobornable del hijo que no son otros que los de una infancia que imagina más desdichada de lo que probablemente fue. El desde luego está entregado a los juegos malabares de la memoria, a las astucias que le permiten a la misma  proyectar las desgracias presentes al pasado o compensarlas imaginando por el contrario una infancia invariablemente feliz. El infierno o el jardín de las delicias. La fotografía, prueba evidente de lo que fue, se presta a estos juegos imaginarios. Es la técnica que reduce la imaginación a la mirada solo para convertirse en un juguete de la mirada que solo ve lo que quiere ver. Pero no lo hace sin cobrar su precio. Atrapada por la fotografía, la mirada se impregna de su inexorable fatalidad y se carga de nostalgia. Se convierte en la mirada que da por irremediablemente perdido aquello que busca con más ahínco.


Al final Ben consigue revelar las fotografías que resultan ser las que hizo a su hijo cuando era niño. Y que por su luminosidad y la alegría de las expresiones, los gestos  y las poses de los personajes retratados se ofrecen como el testimonio aparentemente irrefutable del amor paterno y la felicidad familiar que Matt tan tercamente echaba en falta en su infancia. Matt acepta de hecho este testimonio y con su aceptación sella la reconciliación con su padre. Pero si con estos gestos consigue deshacerse del obstinado recuerdo de una infancia desdichada y reemplazarlos por el de una infancia feliz no consigue sin embargo librarse del asedio de la nostalgia. Porque la resurrección de esa infancia feliz es tan imposible como la salvación del kodakrome de la obsolescencia. Ella seguirá siendo objeto de un deseo irrealizable. El viaje de Ben en busca del último revelado resulta en definitiva tan vano como cualquiera de sus otros intentos de librarse de una muerte anunciada. 



  

domingo, 29 de julio de 2018

Joana Vasconcelos o el ornamento jubiloso






La exuberante instalación espacial de Joana Vasconcelos en el muso Guggenheim de Bilbao es sin duda lo mejor que le ha ocurrido hasta la fecha a  una arquitectura de la que podría decirse  hace saltar por los aires el legado del barroco histórico solo para mejor actualizar sus lecciones. En particular las lecciones expuestas ejemplarmente Borromini en la iglesia Sant´ Ivo alla Sapienza en Roma, ese dispositivo espacial prodigioso que concilia lo inconciliable: las fuerzas centrípetas y las centrífugas, el peso y la elevación, el lleno y el vacío, la consonancia y la discordancia, el cuadrado y el círculo, el triángulo y la elipsis, la tradición romana y la innovación gótica… Ignoro si Frank Gehry estudió a fondo este ejemplo o si simplemente se dejó guiar en el ámbito de esta clase de dialécticas por Contradicción y complejidad de la arquitectura  por Robert Venturi.  De lo que estoy seguro es que la arquitectura del Guggenheim de Bilbao es una feliz prolongación de dichas lecciones en un época en la que ya es de suyo evidente lo que intuyó y anticipó Borromini: que el espacio no es el vacío estático e indeterminado donde opera la mecánica clásica sino el campo dinámico generado y tensado por fuerzas en conflicto donde se despliega la física contemporánea. Por lo que no sorprende que en el museo de Bilbao la forma sea con mayor contundencia  que en Sant´ Ivo alla Sapienza el resultado del esfuerzo sostenido por imponerla en contra de las tendencias que persisten  en desintegrarla. La forma entonces como logro  y testigo de contradicciones insolubles.


La obra de Vasconcelos también pertenece a la tradición barroca aunque lo sea en el registro ornamental de la misma. Como el  baldaquino de Bernini en la catedral de San Pedro de Roma o el portal de Pedro de Ribera en el  Real Hospicio de San Fernando de Madrid que aunque pétreas están afectadas por la provisionalidad irremediable del ornamento. Se distingue sin embargo en que ambas por potentes que sean son episodios aislados en un conjunto arquitectónico que evidentemente las sobrepasa   mientras que la intervención de la artista portuguesa invade literalmente la arquitectura del museo de Gehry.  Es una escultura multicolor, filiforme e ingrávida que serpentea sin tasa ni medida  por todos los vanos y recovecos disponibles. Una  vibrante formación coralina, un ingobernable rizoma de rizomas. Pero igualmente un festón mayúsculo, un encadenamiento de farolillos, lámparas y guirnaldas igualmente de desaforadas, que evocan con fuerza la colorida ornamentación de las verbenas y  las fiestas populares. Al igual que el baldaquino de Bernini se conecta con los floridos palios efímeros usados en las celebraciones y los festejos religiosos de la época. Todo muy en consonancia con kitsch sin complejos de las esculturas que Vasconcelos expone simultáneamente en una de las grandes salas de la planta baja. 


Para mi es indudable que ella ha sabido interpretar con éxito y en clave voluble y jubilosa la compleja  y severa partitura espacial del Guggenheim. Y no le resta merito el que como toda interpretación sea efímera y destinada por lo tanto a desvanecerse en ese mismo tiempo cuya inasible materia  pretende captar y eternizar The Matter of Time,  la mega instalación escultórica de Richard Serra que ocupa para siempre la sala más emblemática de este gran museo.       



lunes, 16 de julio de 2018

Cuerpos expuestos




La primera de las tres performances que vi el viernes pasado (13.07.2018) en la Neo mudéjar de Madrid resultó la más congruente tanto con lo intempestivo del título de la sesión --  Cuerpos contundentes1 - como con el lugar en  el que se realizaron: una antigua sala de máquinas ligada al ferrocarril. La gran turbina oxidada que dominaba el recinto resultó ser el escenario más apropiado para el “canto de amor metálico” con el que el veterano Paquito Nogales abrió el programa. Empezó desnudándose, metiéndose con vaselina un tubo por el culo, cubriéndose el exiguo sexo con un abultado taparrabos y la cabeza con un aparejo también de cuero negro, erizado de varillas puntiagudas. Estética punk  dura y pura. Lo hizo mientras nos hablaba de su intención de romper con el espacio teatral y sobre todo con la narración. De hecho hizo cosas muy difíciles de encadenar en un relato. La mayoría manipulando una vieja centrifugadora de cemento. Se desnudó, la abrazó, tiró esforzadamente de ella, se montó encima de muchas maneras, la hizo rodar repetidamente y sacó de su vientre metálico tiras de tela blanca y sartas de luces que enrolló en su cuerpo trajinado por la vida. También nos hizo escuchar un audio estridente y terminó la performance con un títere en cada mano emitiendo un discurso atropellado, ininteligible. Todo tan épico como anacrónico. El empeño de un hombre de fuerzas menguadas por sobreponerse al desafío de manipular de todas las maneras posibles una pesada máquina de otra época, extemporánea como él mismo. Una esforzada reivindicación de las capacidades físicas del cuerpo humano en la época de  su neutralización telemática. La ardua exploración de sus límites materiales hecha cuando ya no parece haber lugar sino para las psiquis sin cuerpo.


Ana Matey vino después. Vestida enteramente de negro y con una planta reseca puesta sobre la cabeza, que fue trituró hasta reducirla a hojarasca. Luego sacó de un bolsillo de atrás de su ceñido pantalón un ceñido paquete de  tela metalizada de color naranja. Lo desdobló, la arrugó, estrujó y arrojó repetidamente al aire, intentando cada vez impedir su inevitable caída con puñetazos de boxeador que boxea estérilmente con su propia sombra. Después saco del bolsillo otro paquete idéntico al primero y otro y otro hasta que el suelo desgastado del anacrónico recinto industrial quedó cubierto de telas maltratadas. Nada hubo sin embargo en todo lo que hizo comparable a la minuciosa exposición del cuerpo al dolor y a la fatiga protagonizada por Paquito Noguera. Ella optó por mimar la danza: el desafío a la gravedad que sublima la pesantez del cuerpo y lo transforma en una criatura del aire. Y concluyó su mimesis certificando el fracaso de la tentativa, la inevitable caída de Ícaro, con el abandono de las telas ajadas en el suelo.


Antibody Corporation cerró el programa. Son una pareja de artistas venidos de Chicago. Ella una mujer altísima enfundada en una malla negra convenientemente desgarrada y él un hombre mucho más bajo, con el cráneo rapado surcado por finas tiras de cabello teñido,  una falda larga y botas pesadas. Lo que hicieron no fue sin embargo una performance exactamente. Fue más bien danza teatro a la manera de Pina Bausch, acompañada de música y de la lectura de un texto feroz, como un latigazo. Un intento de invertir o apaciguar la ruptura del cuerpo y del relato promovida por Pepe Noguera, mediante un relato tan desquiciado, tan liberado de las taras del sentido, como pretendía estarlo el cuerpo en su performance y en todas las performances.


      
1[  Cuerpos rotundos. Conversaciones codificadas. Programa incluido en Perneo. II Encuentro internacional de performance art, en el que intervinieron: Paquito Nogales con Pares: un canto de amor metálico, Ana Matey con Conversaciones: Sobre generar y Antibody Corporation, con Lash.]