domingo, 29 de julio de 2018

Joana Vasconcelos o el ornamento jubiloso






La exuberante instalación espacial de Joana Vasconcelos en el muso Guggenheim de Bilbao es sin duda lo mejor que le ha ocurrido hasta la fecha a  una arquitectura de la que podría decirse  hace saltar por los aires el legado del barroco histórico solo para mejor actualizar sus lecciones. En particular las lecciones expuestas ejemplarmente Borromini en la iglesia Sant´ Ivo alla Sapienza en Roma, ese dispositivo espacial prodigioso que concilia lo inconciliable: las fuerzas centrípetas y las centrífugas, el peso y la elevación, el lleno y el vacío, la consonancia y la discordancia, el cuadrado y el círculo, el triángulo y la elipsis, la tradición romana y la innovación gótica… Ignoro si Frank Gehry estudió a fondo este ejemplo o si simplemente se dejó guiar en el ámbito de esta clase de dialécticas por Contradicción y complejidad de la arquitectura  por Robert Venturi.  De lo que estoy seguro es que la arquitectura del Guggenheim de Bilbao es una feliz prolongación de dichas lecciones en un época en la que ya es de suyo evidente lo que intuyó y anticipó Borromini: que el espacio no es el vacío estático e indeterminado donde opera la mecánica clásica sino el campo dinámico generado y tensado por fuerzas en conflicto donde se despliega la física contemporánea. Por lo que no sorprende que en el museo de Bilbao la forma sea con mayor contundencia  que en Sant´ Ivo alla Sapienza el resultado del esfuerzo sostenido por imponerla en contra de las tendencias que persisten  en desintegrarla. La forma entonces como logro  y testigo de contradicciones insolubles.


La obra de Vasconcelos también pertenece a la tradición barroca aunque lo sea en el registro ornamental de la misma. Como el  baldaquino de Bernini en la catedral de San Pedro de Roma o el portal de Pedro de Ribera en el  Real Hospicio de San Fernando de Madrid que aunque pétreas están afectadas por la provisionalidad irremediable del ornamento. Se distingue sin embargo en que ambas por potentes que sean son episodios aislados en un conjunto arquitectónico que evidentemente las sobrepasa   mientras que la intervención de la artista portuguesa invade literalmente la arquitectura del museo de Gehry.  Es una escultura multicolor, filiforme e ingrávida que serpentea sin tasa ni medida  por todos los vanos y recovecos disponibles. Una  vibrante formación coralina, un ingobernable rizoma de rizomas. Pero igualmente un festón mayúsculo, un encadenamiento de farolillos, lámparas y guirnaldas igualmente de desaforadas, que evocan con fuerza la colorida ornamentación de las verbenas y  las fiestas populares. Al igual que el baldaquino de Bernini se conecta con los floridos palios efímeros usados en las celebraciones y los festejos religiosos de la época. Todo muy en consonancia con kitsch sin complejos de las esculturas que Vasconcelos expone simultáneamente en una de las grandes salas de la planta baja. 


Para mi es indudable que ella ha sabido interpretar con éxito y en clave voluble y jubilosa la compleja  y severa partitura espacial del Guggenheim. Y no le resta merito el que como toda interpretación sea efímera y destinada por lo tanto a desvanecerse en ese mismo tiempo cuya inasible materia  pretende captar y eternizar The Matter of Time,  la mega instalación escultórica de Richard Serra que ocupa para siempre la sala más emblemática de este gran museo.       



lunes, 16 de julio de 2018

Cuerpos expuestos




La primera de las tres performances que vi el viernes pasado (13.07.2018) en la Neo mudéjar de Madrid resultó la más congruente tanto con lo intempestivo del título de la sesión --  Cuerpos contundentes1 - como con el lugar en  el que se realizaron: una antigua sala de máquinas ligada al ferrocarril. La gran turbina oxidada que dominaba el recinto resultó ser el escenario más apropiado para el “canto de amor metálico” con el que el veterano Paquito Nogales abrió el programa. Empezó desnudándose, metiéndose con vaselina un tubo por el culo, cubriéndose el exiguo sexo con un abultado taparrabos y la cabeza con un aparejo también de cuero negro, erizado de varillas puntiagudas. Estética punk  dura y pura. Lo hizo mientras nos hablaba de su intención de romper con el espacio teatral y sobre todo con la narración. De hecho hizo cosas muy difíciles de encadenar en un relato. La mayoría manipulando una vieja centrifugadora de cemento. Se desnudó, la abrazó, tiró esforzadamente de ella, se montó encima de muchas maneras, la hizo rodar repetidamente y sacó de su vientre metálico tiras de tela blanca y sartas de luces que enrolló en su cuerpo trajinado por la vida. También nos hizo escuchar un audio estridente y terminó la performance con un títere en cada mano emitiendo un discurso atropellado, ininteligible. Todo tan épico como anacrónico. El empeño de un hombre de fuerzas menguadas por sobreponerse al desafío de manipular de todas las maneras posibles una pesada máquina de otra época, extemporánea como él mismo. Una esforzada reivindicación de las capacidades físicas del cuerpo humano en la época de  su neutralización telemática. La ardua exploración de sus límites materiales hecha cuando ya no parece haber lugar sino para las psiquis sin cuerpo.


Ana Matey vino después. Vestida enteramente de negro y con una planta reseca puesta sobre la cabeza, que fue trituró hasta reducirla a hojarasca. Luego sacó de un bolsillo de atrás de su ceñido pantalón un ceñido paquete de  tela metalizada de color naranja. Lo desdobló, la arrugó, estrujó y arrojó repetidamente al aire, intentando cada vez impedir su inevitable caída con puñetazos de boxeador que boxea estérilmente con su propia sombra. Después saco del bolsillo otro paquete idéntico al primero y otro y otro hasta que el suelo desgastado del anacrónico recinto industrial quedó cubierto de telas maltratadas. Nada hubo sin embargo en todo lo que hizo comparable a la minuciosa exposición del cuerpo al dolor y a la fatiga protagonizada por Paquito Noguera. Ella optó por mimar la danza: el desafío a la gravedad que sublima la pesantez del cuerpo y lo transforma en una criatura del aire. Y concluyó su mimesis certificando el fracaso de la tentativa, la inevitable caída de Ícaro, con el abandono de las telas ajadas en el suelo.


Antibody Corporation cerró el programa. Son una pareja de artistas venidos de Chicago. Ella una mujer altísima enfundada en una malla negra convenientemente desgarrada y él un hombre mucho más bajo, con el cráneo rapado surcado por finas tiras de cabello teñido,  una falda larga y botas pesadas. Lo que hicieron no fue sin embargo una performance exactamente. Fue más bien danza teatro a la manera de Pina Bausch, acompañada de música y de la lectura de un texto feroz, como un latigazo. Un intento de invertir o apaciguar la ruptura del cuerpo y del relato promovida por Pepe Noguera, mediante un relato tan desquiciado, tan liberado de las taras del sentido, como pretendía estarlo el cuerpo en su performance y en todas las performances.


      
1[  Cuerpos rotundos. Conversaciones codificadas. Programa incluido en Perneo. II Encuentro internacional de performance art, en el que intervinieron: Paquito Nogales con Pares: un canto de amor metálico, Ana Matey con Conversaciones: Sobre generar y Antibody Corporation, con Lash.]     
      

viernes, 13 de julio de 2018

Cuando la Tierra pierde su eje.




Las fotografías de David Wojnarowicz y Peter Hujar me devuelven a mis años neoyorkinos. Los finales de años 70, la ciudad devastada por la crisis económica y las finanzas  públicas al borde de la quiebra coexistiendo con una escena artista alternativa muy vibrante  protagonizada por artistas muy jóvenes instalados  en los lofts del bajo Manhattan.  Sedes de talleres y empresas que habían quebrado y cuyos propietarios alquilaban a bajo precio a los artistas que no tenían más remedio que sobrevivir en sus destartalados e inhóspitos espacios. No sabían  - no lo sabía nadie en realidad - que esa invasión de Tribeca, Soho y el Lower East side por artistas y galerías de arte emergente ya había empezado a cumplir un papel en la estrategia de gentrificación de unas zonas de la ciudad que conservaban  el codiciado privilegio de la centralidad. El  abandono y deterioro de las mismas, promovido  a conciencia  por los especuladores urbanos, tenía que ver mas con la necesidad de expulsar de ellas a sus antiguos propietarios e inquilinos que con el deseo de ofrecer estudios y viviendas a una nueva generación de artistas. Nueva York se preparaba para una nueva mudanza de piel liquidando a precio de saldo su pasado industrial para abrirle paso al dominio absoluto del capital financiero. Más omnipotente que nunca. Y lo hacía bajo el paraguas que Ronald Reagan ofrecía a la "mayoría moral".
Pero ninguna de las penalidades presentes o futuras, disminuía el entusiasmo de quienes se sentían promotores o participantes activos  de una auténtica revolución cultural. Porque de lo que se trataba entonces no era solo de revolucionar el arte con los happening, el video y la fotografía sino de cambiar la vida tanto o más que al propio arte. El proteiforme activismo político en torno a la guerra de Vietnam había remitido, pero en cambio estaba en alza el activismo de los movimientos feministas y en especial de los defensores de los derechos de los homosexuales que cuestionaban radicalmente el modelo de sociedad patriarcal y promovían otras formas de subjetividad y de convivencia. Toda ella gente que no esperaba a que la sociedad cambiara para empezar a vivir de otra manera.  A la manera congruente con su voluntad y sus deseos.
Este juego de luces y de sombras, de miserias presentes, formidables esperanzas y de inquietantes presagios se capta en las fotografías de David Wojnarowicz y de su colega Peter Hujar expuestas actualmente en la sede el sótano de la gran tienda de  Loewe en la Gran Vía de Madrid. El blanco y negro que utilizan obedece no tanto a una opción estilística al uso como a la intensidad de las pulsiones de quienes no solo eran desertores del multicolor paraíso hollywoodense sino activistas sin tregua de su propia causa. imponerse a una sociedad que les negaba el derecho a vivir plenamente su orientación sexual. La sociedad que empujó al suicidio a los bisontes y que todavía utilizaba toda la panoplia de medidas coercitivas cuya detallada enumeración contrasta,  en un cartel programático incluido en esta muestra,  con la foto de un niño que podría ser David o el propio Peter. Todos los castigos que comenzarían a aplicarse a ese niño desde el momento en el que hiciera el descubrimiento que le causaría una sensación equivalente a producida por la separación de la Tierra de su eje. El descubrimiento de que en realidad lo que él desea es juntar su cuerpo desnudo con el cuerpo desnudo de otro  niño.