Desde la Ilíada por lo menos, la guerra es inseparable de su leyenda. Pero esta antiquísima relación ha adquirido un alcance y papel muy singular en el contexto de la
War on terrorism decretada por el presidente George W. Bush. Esta guerra mas que una guerra en el sentido clásico - con sus protagonistas, sus escenarios, sus objetivos y sus tiempos claramente diferenciados - es un estado de guerra ubicuo y omnicomprensivo, en el que la paz se mezcla promiscuamente con las acciones bélicas y en la que las motivaciones y los objetivos admitidos públicamente por los estrategas de Washington son tan fantasmales y difusos que nadie sabe a ciencia cierta como ni cuando va terminar. Si es que termina algún día, si no es que por su propia naturaleza incorpórea esta guerra es interminable o propiamiamente infinita, tal y como lo anticiparon sin miramientos quienes la pusieron en marcha. De allí que la ubicación de su leyenda haya cambiado con respecto a los modelos clásicos y que la misma en vez de producirse
después, cuando la guerra ha concluido, y obedeciendo al deseo de recordarla y perpetuarla en la memoria colectiva, se produce simultáneamente con el desarrollo mismo de la guerra, como un modo de interpretarla y de actuar sobre la conciencia que se tiene de ella que contribuye notablemente a alimentarla y a prolongarla. La película
En tierra hostil de Kathryn Bigelow conecta con esa leyenda aunque lo hace de una manera en la que bien vale volver una y otra vez. Y no porque le hayan premiado con tantos Oscar, aparente o realmente imprevistos. No, lo que en realidad me interesa de esta película es el verismo barroco - caravaggiano para ser precisos - con el que interpreta o se versiona la leyenda de la Guerra contra el terrorismo. La estructura o la matriz de esta leyenda es evidentemente maniquea porque en ella el Bien y el Mal protagonizan un duelo a muerte, a rajatabla y sin contemplaciones, que toda persona de bien sólo puede desear que se salde al final con la diáfana victoria del Bien sobre el Mal, esas abstracciones supremas. Bigelow parece haber advertido, sin embargo, que las abstracciones que rigen este singular juego alegórico suponen un obstáculo para la comprensión y la fluida aceptación masiva del mismo, en una sociedad como la americana en la que todavia pesa el empirismo que se complace en los hechos tal y cual son y sospecha o por lo menos duda seriamente de las abstracciones y las generalizaciones. ¿Cómo se puede entonces ser convincentemente maniqueo en ese contexto? Pues aprendiendo voluntaria o involuntariamente de Caravaggio y el caravaggismo y apostando, en consecuencia, por una representación antrópica e hiperrealista de aquello que, en la leyenda subyacente que enmarca y otorga sentido a esa representación, no son mas que abstracciones. De allí que el tema del Terrorismo - así con mayúsculas, abstracto o idealizado por la tachadura de las múltiples determinaciones que lo hacen concreto – se transforma por obra del arte de Bigelow en un duelo corporal, tangible, inmediato entre una patrulla de zapadores de las tropas de ocupación americanas en Bagdad y las diversas clases de bombas con las que los fantasmales resistentes iraquíes intentan una y otra vez aterrorizar tanto a la patrulla como a una multitud de nativos aparentemente ajenos a los propósitos de los insurgentes. La cámara se acerca tanto y tan minuciosamente a la desactivación de cada una de las bombas y se inmiscuye tan obscenamente en la cotidianeidad más bien miserable de esos soldados que el espectador fascinado termina convencido – o sea, vencido por sí mismo - de que la guerra en Irak se libra por los inapelables motivos dictados por su leyenda. Pero eso no es todo. El verismo barroco de Bigelow culmina en representación del héroe de película que elige y promueve y que no es un soldado que va a la guerra por algún motivo concreto, así sea el de la pura supervivencia en una sociedad tan despiadada con el
looser como es la americana - tal y como le sucede al resto de los miembros de la patrulla. No, este hombre va a la guerra primero y regresa a ella despues - desdeñando la seguridad y el confort de la vida petit bourgoise del suburbio que le ofrecen su hogar y su familia - porque ama la guerra. Porque ama enfrentarse al peligro y exponerse a la muerte. A este guerrero ejemplar, paradigmático, carne él mismo de la abstracción alegórica, le sobran por lo tanto las razones con las que la leyenda suele justificar la guerra ante el resto de los mortales. Él es un ¨ amante de la muerte ¨ - como reza el lema de la Legión española - que se enrola voluntariamente en el sangriento conflicto de Irak porque asi puede arriesgar diariamente la vida con una temeridad suicida. Y su amor por la guerra por la guerra misma resulta perturbadoramente congruente la tautologia implícita en una guerra contra el terrorismo librada con metodos terroristas.
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