domingo, 13 de septiembre de 2015

Anish Kapoor chez Le Cobusier.




Se cumplen 50 años de la muerte de Le Corbusier y para conmemorarlos los dominicos del convento de La Tourette han organizado una exposición de Anish Kapoor que encaja bien en el proyecto de Ralph Rugoff - el curador de la actual edición de la bienal de Lyon - de revisar el legado de una modernidad que según él sigue viva y actuante. Yo visité la bienal y el  convento la semana pasada y pude comprobar que, al menos está exposición, confirma la tesis de Rugoff en un punto crucial: el de la búsqueda de medios de generar experiencias puramente sensoriales, compartida tanto por el padre fundador del <> en arquitectura como por el escultor que ha desempeñado un papel destacado en la deriva posmoderna de la escultura. La Tourette es ciertamente un resultado sobresaliente de la aplicación de los cinco principios que rigen la arquitectura de Le Corbusier, al tiempo que su templo es un magnífica demostración de que el arquitecto suizo ya por entonces había  emprendido camino de la exploración a fondo de los efectos sensoriales producidos por la luz, tanto solar como artificial, sobre los volúmenes, los colores y las texturas  del espacio construido. A cualquier  descripción  que se pretenda objetiva siempre le faltará la poesía exigida por la transmisión, en un medio tan en blanco y negro como es la escritura, de la intensidad sobrecogedora de sentirse dentro de ese prodigio que es el templo de La Tourette. Que ofrece tan señalada experiencia gracias una nave central  cerrada por altísimos muros de cemento visto, desprovistos de cualquier decoración que no sea la ofrecida por la desnudez de un hormigón armado que conserva las huellas del encofrado. La sabia distribución de las ventanas, que no son otra cosa que vanos que cortan horizontalmente la verticalidad de los muros  para modular de manera insólita  el ingreso de la luz.

                         
El juego de planos del suelo que converge en la plataforma ligeramente excéntrica donde se alza los volúmenes articulados del altar. Y el contrapunto puesto por una nave lateral iluminada por dos lucernarios de planta circular y paredes pintadas de amarillo y de azul por donde entra  a plomo la luz incandescente del medio día en los alpes franceses.  

 
El resultado de estas y de tantas otras decisiones de diseño es un espacio que aún con todo su complejo juego de planos, volúmenes e inagotables matices invita a la plegaria y el silencio. Y a la elevación espiritual. O por lo menos eso fue lo que probablemente sintió Kapoor cuando decidió colgar del altísimo techo y muy cerca del suelo una pieza suya de metal bruñido con forma de corneta invertida a la que le dio el título de Aguja. Y no por las de hilar sino por las que habitualmente intensifican y prolongan el movimiento ascendente de las torres y campanarios de las iglesias.
Esta pieza es para mí el mayor logro de la exposición de escultor indio chez Le Corbusier. El resto de las piezas expuso, distribuidas entre las que funcionan como espejos distorsionantes, las que evocan las esculturas hechas con pigmentos de la primera etapa de su carrera y las que ahora son crudamente materiales, no lograron conmoverme. Y lo que es probablemente peor: no conmovieron ni un ápice la formidable y a la vez refinada arquitectura del convento.    




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