Se cumplen 50 años de la muerte de Le Corbusier y
para conmemorarlos los dominicos del convento de La Tourette han organizado una
exposición de Anish Kapoor que encaja bien en el proyecto de Ralph Rugoff - el
curador de la actual edición de la bienal de Lyon - de revisar el legado de una
modernidad que según él sigue viva y actuante. Yo visité la bienal y el convento la semana pasada y pude comprobar
que, al menos está exposición, confirma la tesis de Rugoff en un punto crucial:
el de la búsqueda de medios de generar experiencias puramente sensoriales,
compartida tanto por el padre fundador del <>
en arquitectura como por el escultor que ha desempeñado un papel destacado en la
deriva posmoderna de la escultura. La Tourette es ciertamente un resultado sobresaliente de la aplicación de los cinco principios que rigen la
arquitectura de Le Corbusier, al tiempo que su templo es un magnífica
demostración de que el arquitecto suizo ya por entonces había emprendido camino de la exploración a fondo de
los efectos sensoriales producidos por la luz, tanto solar como artificial, sobre los volúmenes, los colores y las texturas del espacio construido. A cualquier descripción que se pretenda objetiva siempre
le faltará la poesía exigida por la transmisión, en un medio tan en blanco y
negro como es la escritura, de la intensidad sobrecogedora de sentirse dentro de ese prodigio que es el templo de La Tourette. Que ofrece tan
señalada experiencia gracias una nave central
cerrada por altísimos muros de cemento visto, desprovistos de cualquier
decoración que no sea la ofrecida por la desnudez de un hormigón
armado que conserva las huellas del encofrado. La sabia distribución de las
ventanas, que no son otra cosa que vanos que cortan horizontalmente
la verticalidad de los muros para modular
de manera insólita el ingreso de la luz.
El resultado de estas y de tantas otras decisiones
de diseño es un espacio que aún con todo su complejo juego de planos, volúmenes
e inagotables matices invita a la plegaria y el silencio. Y a la elevación
espiritual. O por lo menos eso fue lo que probablemente sintió Kapoor cuando
decidió colgar del altísimo techo y muy cerca del suelo una pieza suya de metal
bruñido con forma de corneta invertida a la que le dio el título de Aguja. Y no por las de hilar sino por
las que habitualmente intensifican y prolongan el movimiento ascendente de las
torres y campanarios de las iglesias.
Esta pieza es para mí el mayor logro de la
exposición de escultor indio chez Le
Corbusier. El resto de las piezas expuso, distribuidas entre las que funcionan
como espejos distorsionantes, las que evocan las esculturas hechas con
pigmentos de la primera etapa de su carrera y las que ahora son crudamente
materiales, no lograron conmoverme. Y lo que es probablemente peor: no
conmovieron ni un ápice la formidable y a la vez refinada arquitectura del
convento.
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