El Museo Reina Sofía ha puesto por fin su mirada en Oriente de donde nos trae ahora dos artistas completamente distintos. La histórica Nasreen Mohamedi y el contemporáneo Danh Vô. La primera - que inauguró el martes (22.09.2015) su exposición en las salas del Sabatini- encaja en la línea de recuperación de modernidades excéntricas promovida por Manuel Borja Villel y de la que se han beneficiado en el Reina Sofía sobre todo los históricos del arte moderno latinoamericano. Y de la que ahora se beneficia Nasreen Mohamedi, una extraordinaria pintora moderna a la que se le negó o escatimó en vida el reconocimiento internacional debido a que ella era india y encima mujer, en una época en la que los circuitos artísticos occidentales no prestaban atención ni siquiera a figuras tan centrales, tan indispensables como Louise Bourgeois. O entre nosotros, la propia Elena Asins, igual de postergada, que obtuvo el reconocimiento que merecía gracias a una gran retrospectiva en el Reina Sofía que, aunque relativamente tardía, afortunadamente le llegó en vida. Y si menciono a Elena no es solo para equiparar su postergamiento con el de Nasreen sino también para subrayar que la orientación geométrica y el exquisito refinamiento formal de su obra es perfectamente equiparable con el que caracteriza la obra de Nasreen Mohamedi, al punto que me siento tentado a aventurar la tesis de que han sido las artistas mujeres las que con mayor acierto han convertido al arte abstracto en la mejor, en la más sublime, de las músicas calladas, que diría José Bergamín de otros refinamientos y sublimaciones.
Otro aspecto que comparten Nasreen Mohamedi y Elena
Asins es un cierto cosmopolitismo moderno. Ambas, aunque en fechas distintas,
tuvieron experiencias formativas en las capitales culturales de Occidente.
Elena Asins en Colonia y en Nueva York y la india en Londres y Paris. La
experiencia internacional de Danh Vô es sin embargo
tan distinta de la que compartieron Elena y Nasreen que apenas tiene sentido
calificarla de << cosmopolita>>. Si acaso de
<> o de <>, que es como
prefieren llamar al actual interconexión del planeta los siempre puntillosos
medios culturales y mediáticos franceses.
Danh Vô no ha ido simplemente de un país a otro para
enriquecer la experiencia de vivir y trabajar en el suyo sino que él mismo está
hecho hasta los tuétanos por el nomadismo y la desafiante ruptura de fronteras.
Él es en origen un niño como los de la Boat
people, que fue rescatado del mar por un carguero de la
empresa naviera Marks, terminó viviendo en Dinamarca, la sede oficial de esta
multinacional del transporte marítimo. Allí los funcionarios de inmigración le
dieron el nombre que actualmente ostenta y allí los mayores de su familia
cultivaron la nostalgia irremediable por un país que ya nunca podrían
recuperar. Danh Vô se hizo danés, dentro de lo que cabe, y realizó los estudios
de arte que completaría en Alemania antes de que el temprano reconocimiento de
su trabajo le permitiera incorporarse a la legión de artistas que protagonizan
la actual globalización del arte contemporáneo.
De hecho él vive y trabaja en Berlín y la primera vez que vi una instalación suya fue en la bienal de Venecia de 2013 - ese Palazzo Enciclopédico curado por Massimiliano Gioni - y este año ha repetido la cita véneta exponiendo en el pabellón de Dinamarca. Y aunque estas y otras instalaciones suelen apuntar en direcciones muy distintas a mi me ha interesado sobre todo la que, bajo el titulo de We the People, emplazó en distintos lugares de Nueva York. El núcleo de la misma consiste en una réplica a escala natural de la Estatua de la libertad hecha en finas láminas de cobre que él mandó a fundir en Shanghái, un dato no es para nada irrelevante.
Resulta, por el contrario, decisivo a la hora de interpretar este trabajo suyo como una puesta en escena de la globalización y al mismo tiempo como un comentario irónico al estado actual de las relaciones entre los dos gigantes que tutelan nuestra época: China y Estados Unidos de América, entre la patria de la libertad (de empresa) y el disciplinado taller del mundo del que tanto se han beneficiado las mega empresas americanas, aunque no solo ellas. E incluso se puede ir más allá y leer esta pieza como la comprobación descarnada de hasta qué punto los chinos son capaces de convertir al más prestigioso símbolo de Occidente en poco menos que bisutería. Que de ese tema de la banalización de la historia debido a la entronización de sus fetiches es, en realidad, de lo que trata el arte de Danh Vô, el danés que es danés solo porque Dinamarca ya no es propiamente Dinamarca.
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