Esta deriva moralista no me sorprende sin embargo. En
primer lugar porque si es cierto que la genealogía de la moral remite a la
deuda como argumentó convincentemente
Nietzche, también lo es que la
crítica
moralista o moralizante
sólo adquiere verdaderamente peso invocando la gravedad de la muerte. Es
gracias a esta invocación que la moral tiene arrestos para denunciar al
espectáculo de nuestra sociedad como fatuo, vano, engañoso y al límite inmoral.
En este punto cabe establecer una fructífera comparación entre la exposición de
Corbeira y la del arquitecto y escultor Juan
Cuenca, abierta actualmente en la Sala Vimcorsa de Córdoba y comisariada por Angus
Freijo. Las une el aire de familia que
comparten el constructivismo ortodoxo de Cuenca y la peculiar manera de
Corbeira de realizar los campos de color de Barnett Newman. Cuenca, como se sabe,
fue uno de los integrantes del Equipo 57,
fundado en Paris en contraposición al grupo El
Paso, fundado en Madrid por las mismas fechas. Y digo “contraposición”
porque, con independencia de la conciencia o la voluntad de sus integrantes,
estos colectivos encarnaron en su época dos posiciones claramente opuestas no solo en los terrenos del arte y de la
estética sino también en los de la moral y la política. El racionalismo
implícito en la apuesta del Equipo 57
por la abstracción y el constructivismo funcionó en la postguerra europea y en
la nuestra como un remedio necesario contra ese desbordamiento de las pasiones
que anula el raciocinio promovido sistemáticamente por el fascismo. La
reducción de la pintura y de la escultura a sus términos elementales era simultáneamente
la puesta en forma de una ética decidida a operar como eficaz disolvente de las
fascinantes invocaciones de la Blut und
Boden, de la Sangre y la Tierra, en las que consistía realmente “el enigma
de Hitler” evocado por Dalí en un cuadro inquietante. Y no creo que sea una infidencia y menos un
dato puramente anecdótico mencionar que Juan Cuenca ha sido y es un
militante del PCE mientras que Darío Corbeira lo fue de
aquella izquierda extraparlamentaria que en su día rechazó los Pactos de la
Moncloa, enarboló la bandera de la república y coqueteó con la insurrección. Pero también en estas militancias distintas obraba un cierto
aire de familia fundado en la confianza compartida en el papel liberador de la
clase social que Corbeira evoca en su
exposición del MUSAC con otra pieza igualmente contundente: La Clase Obrera nunca fue al paraíso, de 2015-16.
Esta consiste en un camión remolque de 16 ruedas y
con la cabina del conductor destrozada seguramente por un accidente, que está eternamente
a punto de estrellarse contra la acristalada fachada del museo leonés. El
título de esta instalación niega lo que afirma el titulo de una memorable
película de Elio Petri del que evidentemente se deriva: La clase obrera va al paraíso (1971).
Sólo que esta negativa no
actúa unívocamente como podría pensarse porque el título del film de Petri, contrastado
con el contenido de la misma, resulta ciertamente irónico. A Lul, el obrero
metalúrgico que la protagoniza, le
tientan en el curso de la misma dos paraísos que intenta infructuosamente
alcanzar. El primero era el ámbito hedonista de sociedad de consumo articulado
por la publicidad y expuesto de manera invasiva por la televisión. Y el
segundo, la utopía libertaria de unos militantes sesentayochistas que junto a
un activismo político radical ofrecían el aquí y ahora de la revolución sexual.
Creo, sin embargo, que el paraíso al que la clase
obrera nunca fue tiene para Darío Corbeira otras declinaciones. La primera: el
paraíso ofrecido por la Unión Soviética en el que ya por los años de la
película de Petri descreían incluso los partidos eurocomunistas y el partido
comunista de China, cuyas jerarquías muy pronto se verían puestas en
jaque por una revolución cultural agenciada por el movimiento estudiantil y
desencadenada por la consigna de Mao: “¡Bombardead el cuartel general burgués!”
Que no era otro que el propio Comité central del PCCH. Incluso cabría una
tercera interpretación del paraíso que habría resultado inaccesible para la
clase trabajadora: el ofrecido por la Transición española. Que si alguna vez
fue un sueño ahora se parece cada vez más a una pesadilla.
Lo sorprendente en el caso de Corbeira es que él haya
decidido interiorizar estos complejos y contradictorios acontecimientos históricos,
incluido el del postmodernismo y “fin de la historia”, a través y mediante a la
pintura.
Esa en cuya muerte sigue creyendo y a la que sin embargo retorna obstinadamente y a la que de hecho considera no tanto un simple campo de trabajo artístico sino una mezcla de bloc de notas, instrumento de reflexión, diario íntimo y laboratorio de experimentos con la que procesa sus experiencias de vida individuales y societales en una época especialmente turbulenta. Y a la que termina reduciendo a un minimalismo igualmente recurrente, serial, reiterativo que malgré lui queda inevitablemente expuesto a su captura e interpretación por distintas estrategias estéticas y políticas.
La puramente esteticista es desde luego la más tentadora porque al fin y al cabo los cuadros de Corbeira son fiestas del color, alegrías del ojo. Pero esta estrategia no es la única. Porque siempre está la posibilidad de interpretar la sobriedad de esta pintura, su tautológica afirmación de que un color es solo un color, como un rechazo o una crítica de hecho al ilusionismo que se ha apoderado al tal punto de la imaginación contemporánea que ha terminado por confundirse con ella. El gesto de borrar la desaforada opulencia visual de La Crucifixión de
Esa en cuya muerte sigue creyendo y a la que sin embargo retorna obstinadamente y a la que de hecho considera no tanto un simple campo de trabajo artístico sino una mezcla de bloc de notas, instrumento de reflexión, diario íntimo y laboratorio de experimentos con la que procesa sus experiencias de vida individuales y societales en una época especialmente turbulenta. Y a la que termina reduciendo a un minimalismo igualmente recurrente, serial, reiterativo que malgré lui queda inevitablemente expuesto a su captura e interpretación por distintas estrategias estéticas y políticas.
La puramente esteticista es desde luego la más tentadora porque al fin y al cabo los cuadros de Corbeira son fiestas del color, alegrías del ojo. Pero esta estrategia no es la única. Porque siempre está la posibilidad de interpretar la sobriedad de esta pintura, su tautológica afirmación de que un color es solo un color, como un rechazo o una crítica de hecho al ilusionismo que se ha apoderado al tal punto de la imaginación contemporánea que ha terminado por confundirse con ella. El gesto de borrar la desaforada opulencia visual de La Crucifixión de
Tintoretto, de anular el sentido y los significados de uno
de los episodios más sobre cargados de sentido y de significados de la que
todavía es la historia sagrada de Occidente, demuestra hasta qué punto la
apuesta de Darío Corbeira por el ascetismo formal es al mismo tiempo una toma
de partido ética y política. Es su forma de decir NO al ilusionismo que subvierte
nuestra imaginación y nos condena a desear paraísos a los que
en definitiva es imposible acceder.
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