Es fama que Marcel Duchamp hizo la primera instalación
de la que se tenga noticia. La hizo en Paris, donde convirtió la Exposición internacional del surrealismo (1938) en
una caverna iluminada por una sola bombilla y con 1.200 bolsas de carbón suspendidas del
techo. En el piso, un tapiz cubierto de hojas secas, hierbas y helechos y camas
en las 4 esquinas. Y olía a café. A mí
esta autoría me deja sin embargo insatisfecho porque conozco lo suficiente la
obra de la artista francesa Dominique González-Foerster como para sentir la
imperiosa necesidad de buscarle a la misma un antecedente tan literario como lo
son las intrigantes instalaciones de quien es considerada por Ana Pato la
artista por excelencia de “la literatura
expandida”. Creo haberlo encontrado
en La
carta robada de Edgar Allan Poe,
precisamente porque le concede al espacio y al amueblamiento un
protagonismo equiparable al que les concede el arte de la instalación. Los
escritores solían realizar en sus obras descripciones de paisajes y jardines o de
interiores palaciegos o domésticos, pero estos espacios nunca habían sido para
ellos más que telones de fondo que situaban y
enmarcaban la acción de los auténticos protagonistas: los seres humanos. En La
carta robada en cambio el espacio se transforma en un componente absolutamente
indispensable de la trama porque contiene la clave del enigma que articula el
argumento y que sus protagonistas deben resolver. Un ministro del rey ha robado
una carta y el prefecto de la policía de Paris, encargado de recuperarla,
emplea muchas noches en registrar su casa
buscándola. No se le escapa nada, ningún
mueble, habitación, suelo o techo de la casa del ministro se libra de un
registro exhaustivo que sin embargo no obtiene ningún resultado. La carta la encuentra
Arsenio Dupin, el detective del relato, que revisa con otra
perspectiva la residencia del ministro. En lo que
coinciden las dos pesquisas es en que ambas convierten la casa en un acertijo,
en el que cada parte suya es vista como si contuviera la solución al enigma de
la carta robada. Para ambas una silla no es una silla: es un indicio, un
señuelo. Igual ocurre en las instalaciones de DGF que son también acertijos o
fascinantes invitaciones a descubrir en todos y en cada uno de sus detalles qué
es lo que está ocurriendo en ellas.
Las sillas
tampoco son solamente sillas en las instalaciones que DGF ha realizado desde el
inicio de su carrera artística, desde las intimistas Chambres en villes de los años 90 hasta las desplegadas en vastos
proyectos expositivos como Tropicalia, Expodrome,
Nocturama, TH 2058 o Splendid Hotel,
todos ellos realizados en este siglo. En
este último, por ejemplo, había 31 sillas mecedoras Thonet instaladas en los diáfanos espacios del Palacio de
Cristal de Madrid, cada una de las cuales tenía atado un libro. Ante ellas las preguntas obvias eran: ¿qué
hacen estas mecedoras aquí? ¿porqué las ha puesto la artista? ¿Y qué relación
tendrán con los libros que llevan atados? Es igualmente obvio que ni yo ni nadie puede
siquiera adivinar las respuestas que dieron a estas y a otras preguntas semejantes
los espectadores. Pero en cambio sí que puedo- y puede quién lo desee - buscar
las respuestas que el escritor Enrique Vila Matas dio a las mismas y que están
incluidas en su libro Marienbad eléctrico
(2016), crónica de su prolongada y fecunda relación con DGF.
Respuestas que encajan mejor en el modelo de reacción apasionada
a un estimulo que al de respuesta que aclara o despeja una incógnita. De allí
que sean respuestas propias de un narrador dado a la elipsis y apasionado por
las citas y las asociaciones que atraen a su vez nuevas asociaciones y citas. Las
sillas mecedoras Thonet, con su aire decimonónico, trajeron a la memoria de
Vila Matas al Splendid Hotel, aunque no al modelo original, inaugurado en 1887 en Lugano, sino a la
réplica del mismo nombre que existía en Cascais, el escenario elegido por Wim
Wenders para rodar en 1982 El estado de
las cosas.
Una película- confesará Vila Matas- que resultó clave para
“nuestra generación” y que lo fue especialmente para él que se considera un
cineasta inactivo. Como la propia DGF, que empezó su carrera artística en
Grenoble, a finales de los 80 del siglo pasado, haciendo cortos y que en TH.2058 - la exposición que convirtió la
Turbine Hall de la Tate Modern en el refugio de las víctimas de un Londres anegado
por una lluvia interminable - estrenó The
Last picture, un vertiginoso collage cinematográfico que es ante todo un
homenaje a Godard y a Chris Marker.
Splendid
hotel le recordó a Vila Matas además a otro hotel y a otra
película: So long at the Fair (1950),
que narra la historia de dos hermanos que viajan a Paris a visitar la
exposición universal de 1896 y un buen día uno de ellos desaparece
misteriosamente sin dejar el menor rastro. Se alojaba, como su hermana, en el
hotel Licorne, en la habitación 19 para ser precisos. Número que a Vila Matas
le resultó tan atrayente que deseó que DGF lo hubiera puesto a habitación tan
transparente como inaccesible que ella instaló en el Palacio de Cristal. Su
deseo no fue dicho en vano. El escritor y la arista, que coincidieron por
casualidad en el vestíbulo de un hotel andaluz el 24 de diciembre de 2006, han
mantenido desde entonces un dialogo alimentado por sus aficiones compartidas
por el cine y la literatura y cuyo lugar habitual es el café Bonaparte de
Paris. En el curso del mismo Vila Matas deslizó su querencia por la habitación
del hotel Licorne señalada con el número 19 porque ella había sido el escenario
de una desaparición enigmática y nunca resuelta. DGF tomó nota en silencio y en
Dominique González-Foerster. 1887-2058,
la mega exposición realizada este año en el Centro Pompidou de Paris, incluyó
una habitación acristalada, identificada
con el número 19, cuya única llave la tenía Vila Matas. Resultó la más
misteriosa de todas las estancias de una intervención que se extendía por la
Galería Sud, la terraza y el jardín del estudio de Brancusi. Y que situaba al
espectador ante paisaje e interiores tropicales o desérticos, de época o
futuristas, biográficos o distópicos.
En Marienbad
eléctrico hay un diálogo que permite entender la intensidad de la relación entre
Vila Matas y González-Foerster:
“–Dime, ¿Por qué dos hablan para decir una misma cosa?
No sé si es ella o yo quien responde:
Porque aquel que la dice siempre es el otro”.
El diálogo confirma que ambos dan por
buena la sentencia de Rimbaud: el Yo es Otro. Y expone además su corolario: la
posibilidad de que el yo se transforme en otro, que es por lo demás la
condición inexcusable de existencia del teatro, la literatura y el cine, los
lugares o los medios donde se produce por sistema la transformación del yo en otro
o lo que viene a ser lo mismo: la identificación del lector o del espectador
con ese otro que es alguno de los protagonistas de la narración o el drama. O
con el narrador o el director de escena, que desde la distancia mueve los hilos
de la misma. Aquí está la clave del aire “literario” que se respira en las
obras de de DGF y que tanto atrae a Vila Matas. Sólo que en dichas obras no hay
personajes sino “una luz de ausencia” como sentencia el escritor catalán, por
lo que el espectador se ve incitado a desdoblarse en el actor que interpreta en
su imaginación al personaje que cree más apropiado para protagonizar la
situación generada por cualquiera de las insólitas instalaciones de DGF. E
incluso puede ir más lejos e inventarse una película. Como si fuera un director
de cine o un novelista. Como lo es Vila
Matas, que desde hace años, escribe el guion de las películas que monta en su
cabeza bajo el impacto de las instalaciones de DGF o del intercambio de
experiencias, citas y recuerdos que mantiene con ella. Las suyas no son sin
embargo películas al uso sino películas que nos dejan tan perplejos como los
filmes y las instalaciones de DGF, que son siempre escenarios del
desdoblamiento. Películas que, como El
año pasado en Marienbad de Alain Resnais
(1961), en vez de resolver acertijos los proponen.
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