Creo que la exposición Ficciones y territorios, abierta actualmente en el Museo Reina Sofía de
Madrid, nos ofrece la posibilidad de hacer un balance del desempeño de Manolo
Borja Villel como director artístico de centros y de museos de arte y comisario
de exposiciones, oficios en los que ha jugado un papel crucial su concepción de la
institución museística como ámbito privilegiado para el despliegue y
realización de la función crítica del arte. Ficciones
y territorios condensa y de alguna manera culmina dicha trayectoria y
ofrece por lo tanto la posibilidad no
solo de reflexionar sobre ella sino sobre la que durante cerca de dos décadas
ha sido la tendencia hegemónica en los principales escenarios institucionales
del arte español. Tendencia a la que s
ha sido habitual nombrar o identificar con el conceptualismo. Un término que ya
era suficientemente ambiguo y polisémico cuando se ocupó de él Simón Marchán
hace cuatro décadas en un libro memorable y que
ha terminado convirtiéndose en un
eslogan o en un lema intimidante, cuya mera cita parece suficiente para legitimar
cualquier desafuero y bajo cuyo paraguas se ha amparado una práctica curatorial y discursiva aquejada
de lo que me atrevería a calificar de textualismo. O sea de
sometimiento de la imagen al imperio de la palabra o, dicho de manera más general: de subordinación de la obra de arte
a la escritura, a la letra impresa, con todo
lo que la letra impresa supone de condicionamiento y determinación de
las relaciones entre el pensamiento y la sensibilidad. No soy yo desde luego
quien va a negar los poderes del texto ni el papel crucial que ha cumplido y
sigue cumpliendo en nuestra cultura, incluso ahora, cuando la omnipotente modalidad audiovisual de
la misma esta subvirtiendo el privilegiado estatuto que ha ostentado por
siglos.
Pero una cosa es reconocer esos poderes y otra muy distinta pasar por
alto las evidentes limitaciones que
tiene la escritura para generar experiencias estéticas plenas. E inclusive para
dar cuenta cabal de ellas. Experiencias que involucran al cuerpo de una manera
tan comprensiva y sinestésica que a su
lado las que ofrece la lectura “no tiene color”, como suele decirse con
reveladora elocuencia. Cierto: cuando leemos una novela nos imaginamos a los
personajes y las situaciones en las que actúan pero esas imágenes puramente
mentales resultantes descorazonadoramente pobres si las comparamos con las que
ofrecen a nuestra mirada la pintura, el cine o cualquiera otra de las artes
visuales. Esas imágenes son imágenes sin
cuerpo, porque ellas mismas, como los espectros, carecen de él. Y porque no
se forman en la conjunción del cuerpo y el alma, del soma y la psiquis, sino en
una psiquis disyunta del soma y replegada sobre sí misma. De allí que ostenten
una capacidad muy limitada de suscitar la plenitud de la experiencia estética,
que implica que el cuerpo se involucre en la misma hasta el punto de dar la
razón a la tesis defendida por Judith Butler de que en los sentidos ya está
obrando “algo llamado pensamiento”, en
contra de lo que sostiene “una filosofía que colapsa una y otra vez ante la
cuestión del cuerpo” y que por lo mismo
establece dicotomías entre el pensamiento y “el sentir, el deseo, la pasión, la
sexualidad y las relaciones de dependencia”. Las mismas que la filosofía
feminista se ha encargado de cuestionar1 .Tesis que al límite podría
esgrimirse en contra incluso de la condena duchampiana de la pintura “retiniana”.
No se piense que cito al conceptualismo y critico aquí
al textualismo por capricho o animadversión. No: lo hago porque está
suficientemente documentado que mucho del arte que Manolo Borja Villel se ha
esforzado en promover, valorar y exponer en todos estos años ha sido
habitualmente calificado de “conceptual” en la vulgata periodística. Y porque
la predilección suya por la escritura, por la palabra impresa, está igualmente corroborada
no solo por las decisiones curatoriales que suele tomar sino por las numerosas
ocasiones en las que ha incluido en las exposiciones de las que se ha hecho
cargo libros, catálogos y otros documentos impresos que no estaban
normalmente a disposición del público
para que este los leyera sino para que su exhibición rindiera testimonio de la
preeminencia indiscutible que él le otorga a la escritura.
El otro asunto en juego en esta oportunidad es el importante papel asignado por el actual
director del Museo Reina Sofía a la institución museística en el estímulo y el
amparo de la función crítica del arte, cuyo objeto privilegiado está claramente
señalado en el panfleto editado por el Museo que comparte el titulo de la
exposición - Ficciones y territorios- y
cuyo subtitulo resulta más elocuente que el titulo de la misma y ciertamente
más ambicioso y expresivo: “Arte para pensar la nueva razón del mundo”. La
explicación de cuál es esa “nueva razón” está igualmente incluida en el panfleto:
“El neoliberalismo, sinónimo de privatización y de reducción progresiva de lo
público a favor de lo privado, se ha convertido en nuestra condición, el medio
social,económico y político en el que nuestras actividades han
venido acaeciendo en las últimas décadas”. Yo estoy desde luego de acuerdo con
esta definición y aún más, si cabe, con la necesidad de criticar sin
concesiones “la razón” a la que remite y
que es la fuente de tantas de nuestras desgracias.
Pero no estoy para nada
seguro que el arte expuesto en Ficciones
y territorios, así como en tantas otras muestras y exposiciones de
semejante carácter, critiquen explícita o implícitamente dicha razón. O porque
en realidad ese no es el propósito de muchas de las obras expuestas o porque si
lo intentan no lo hacen con los medios apropiado para que dicha crítica resulte
eficaz. Por conmovedora, por convincente, por iluminadora. En este punto es
donde cabe traer a cuento de nuevo al “textualismo” como problema, porque la
supeditación que el induce de la imagen al texto priva a la obra de arte no
solo de su plenitud sino también de su capacidad de cumplir a cabalidad la
tarea critica a la que estaría destinada. Diría que en este caso a la critica
le sobra texto y le falta cuerpo para poder cumplir efectivamente su papel
disolvente en un mundo que, si está sometido a la lógica del capital, es porque
la escena política hegemónica se ha convertido en un fascinante espectáculo
audiovisual que apela a los cuerpos con mucha mayor contundencia de lo que pude
hacerlo la escritura. Por muy crítica o muy lúcida que sea o pretenda serlo.
Nota.
1 Judith Butler, Los sentidos del sujeto, Herder, Madrid,
2006, p.28
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