La cuestión son las cenizas. En ellas creo reconocer el foco del acontecimiento desencadenado por la
obra The Proposal de Jill Magid debido a su capacidad de atraer
sobre sí y cuestionar las reacciones generadas por irrupción de la misma. Tanto los
efectivas como las potenciales. Para escritores como Juan Villoro y para
instituciones como el Vaticano las cenizas son los restos de un cadáver a las
que se deben el mismo sagrado respeto y la misma veneración que se le tributan
al cadáver. De aquí para ellos pesen sobre ellas todavía los restos del tabú y
de la interdicción al toque y a la manipulación profana que en su día pesaron
sobre los cadáveres de nuestros semejantes. Aunque no sobre los de nuestros
enemigos. La interdicción que fue flagrantemente vulnerada en los campos de
exterminio nazi, donde tanto los cadáveres como sus cenizas fueron sometidos
sistemáticamente a procesos de
manipulación industrial con vistas a hacerlos productivas. Y que de hecho ha
sido rediviva por Jill Magid aunque esta coincidencia no haya sido advertida
por los críticos de la decisión de esta artista americana de transformar en un
diamante o por lo menos en una piedra preciosa parte de las que fueron las
cenizas del arquitecto Luis Barragán. Como tampoco ha sido advertida por los
públicos muy probablemente ilustrados y escépticos que en Suiza o en los
Estados Unidos de América han asistido a las exhibiciones de esta obra y que
sin embargo no se han tomado dicha
manipulación “a la tremenda”- para decirlo en términos que a tales públicos les podrían
resultar muy apropiados. Estos públicos han preferido desplazar el debate y/o
convertir en “tema de conversación” las cuestiones suscitadas por el papel de
ese brillante cristal hecho de cenizas en los juegos de poder que se han dado
en esta ocasión entre distintas
soberanías.
La nacional: los archivos de Barragán son de México y
no deberían salir de México. La corporativa: los archivos se pueden y se deben
comprar libremente y llevar a donde estén más seguros y rindan mayores beneficios. La individual:
los archivos son de mi propiedad y con ellos puedo hacer lo que me plazca, incluido
ofrecerlos como un presente o un regalo a quién yo quiera. Y desde luego la
artística, que en este caso dobla irónicamente los gestos característicos de la
soberanía individual transformando las cenizas de Barragán en una joya. Al
igual que dobla el gesto corporativo, cuando ofrece intercambiar esa joya por
el acceso franco a los archivos expatriados del arquitecto mexicano.
En este juego de soberanías lo que es obliterado u
omitido son precisamente las cenizas en cuanto que no son cualesquiera cenizas
sino las cenizas que restan del cadáver de alguien venerado por todas las
partes implicadas. Y que sin embargo siguen allí porque, aunque hayan
desaparecido como desaparece el paño en la misma levita en la que desaparece el
trabajo del sastre, son ellas las que le otorgan sentido y gravedad a un juego
que de otro modo no sería más que un simple juego. Como de Tronos. Gracias a los efectos
innegables de su presencia omitida queda en evidencia que los juegos de soberanía
son en últimas juegos mortales y que vivimos un estado en el que, a pesar declarada profesion de fe en los derechos humanos, poco nos importa en definitiva el haber
convertido a los cuerpos humanos en otros tantos reservorios de materias
primas. En cenizas que podemos convertir en diamantes.
(Este comentario ha sido inspirado no solo por la obra de Jill Magid sino tambien y en buena medida por el magnífico artículo de Othiana Roffiel "Polvo, cenizas y arte" publicado en Artishock de diciembre 2016)
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