Cierto, han sucedido desde entonces episodios como el
de la arquitectura llamada brutalista que cultivaron el feísmo, como lo habían
hecho en su campo el Expresionismo, el Art brut y el Informalismo.
E incluso
tentativas populistas como las plasmadas en el Aprendiendo de
Las
Vegas de Robert Venturi y Denise Scott Burton de transformar
el mal gusto en buen gusto. O simplemente de anular definitivamente la
distinción entre uno y otro, por aquello de que “todo vale” (siempre que sea
rentable, que diría un cínico).
Pero la belleza seguía y sigue allí. Por ejemplo: en el cementerio de Módena de Aldo Rossi, el Museo Abteirung en Mögengladbach de Hans Hollein, el Museo Romano de Mérida de Rafael Moneo, la Fundación Cartier en Paris de Jean Nouvel y desde luego en el Guggenheim de Bilbao de Frank Gehry, donde el esfuerzo pionero del cubismo por representar al espacio como un conflictivo campo de fuerzas culmina en su plena realización.
Pero la belleza seguía y sigue allí. Por ejemplo: en el cementerio de Módena de Aldo Rossi, el Museo Abteirung en Mögengladbach de Hans Hollein, el Museo Romano de Mérida de Rafael Moneo, la Fundación Cartier en Paris de Jean Nouvel y desde luego en el Guggenheim de Bilbao de Frank Gehry, donde el esfuerzo pionero del cubismo por representar al espacio como un conflictivo campo de fuerzas culmina en su plena realización.
Admito que el concepto de “intensidad”, tan querido por
Gilles Deleuze, sea tal vez más apropiada que el de “belleza” para calificar el
museo bilbaíno. Pero en cambio no me cabe duda de la indudable pertinencia de
este último en el caso de la Torre de Shanghái, en la que el intenso juego de
fuerzas y tensiones que es responsable del inconfundible aspecto tumultuoso del
Guggenheim de Gehry está armoniosamente encausado por una espiral que asciende
al cielo con la misma fascinante suavidad con la que se deslizan las
serpientes. Esta metáfora no resulta por lo demás del todo arbitraria si se piensa
que mientras la arquitectura deconstructivista remite a la catástrofe - de la
misma manera que el cubismo al campo de batalla
como lo corrobora el Guernica
de Picasso - la Torre de Shanghái remite a la naturaleza. Y más precisamente a
una relación armónica o por lo menos amigable con ella.
Puede decirse incluso
que es un edificio ecológico: los nueve cilindros
apilados que lo componen están recubiertos por una
doble fachada acristalada que hace el efecto de un termo para atemperar las relaciones
de temperatura entre el interior y el exterior con el mínimo gasto energético
posible. Y la forma en espiral de la
misma no solo parece modelada por el viento - como en efecto lo fueron sus
maquetas preparatorias en una túnel del viento - sino que al ser de esa manera
reduce en un 24 % las cargas del viento, lo que ha supuesto un ahorro
equivalente de metales y materiales de refuerzo en su estructura portante. La
Torre cuenta, además, con turbinas tanto en las fachadas como en la cúspide
capaces de generar energía eólica suficiente para cubrir una parte importante
de sus necesidades energéticas, aprovecha la energía geotérmica, recoge la
lluvia y la recicla, dispone de nueve
jardines interiores y en lo más alto un mirador al aire libre.
En fin, podría aportar más información técnica sobre
este edificio de 128 pisos y 632 metros de altura, diseñado por un equipo de la
empresa Gensler liderado por el
arquitecto Marshall Strabala en colaboración con el también arquitecto Jun Xia.
Pero ahora me basta con afirmar o reiterar que es un bello edificio. Uno de los
más bellos que jamás haya visitado.
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