Las obras de Enrique Brinkmann incluidas en esta exposición (Galeria Freijo, Madrid, o3-04, 2017) son como la
niebla matutina o la fina lluvia otoñal que, a fuerza de ingrávidas e
inconsistentes, no parecen ser lo que
efectivamente son: la síntesis prodigiosa de una multitud de historias, el
refinado producto de una concurrencia tan compleja de factores diversos que es
difícil descubrir en ellas la existencia
de un orden o al menos de ciertas regularidades. Pero basta detenerse ante
estas obras lo suficiente como para
permitir que haga efecto el llamado que hacen a nuestra inteligencia y sensibilidad para
advertir que cada una de ellas condensa los resultados de un denso cúmulo de
historias. Entre ellas la historia que, al igual que un hilo de Ariadna, mejor
puede orientarnos en su intrincado anudamiento y cuyos extremos unen el momento
en el que la obra de Brinkmann se empareja con la Cabeza de perro de
Goya con aquel en el que ella se sitúa
en el mismo lugar donde se despliegan los dibujos neurológicos de Santiago Ramón y Cajal.
Traigo a cuento la obra de Goya - perteneciente a
las Pinturas negras y como el resto de ellas trasladadas del revoco de
la Quinta del sordo al lienzo que ahora nos permite admirarla en el
Museo del Prado - es porque los cuadros que vemos en esta exposición resultan luminosos a pesar de su grisura e
incluso de su negrura debido a que
decantan los muchos años en los que Enrique Brinkmann se ha ejercitado en el
difícil arte de iluminar al cuadro desde dentro.
Como bien se sabe hay dos maneras básicas de
iluminar un cuadro: o utilizando el blanco o colores muy aclarados por el
blanco o estableciendo entre los colores distintos del blanco una relación tal
que sea ella misma la que genere la luminosidad del cuadro. La Cabeza perro de
Goya es un ejemplo extraordinario de lo que se logra siguiendo la segunda
opción precisamente porque en ella el autor de las Pinturas negras recurre a los colores más sombríos. Los marrones y los ocres, algo de
amarillo muy calcinado y unas pinceladas de blanco de plata oxidada que, aunque
están puestas en la cabeza de este perro medio sepultado, no son las que iluminan el cuadro
sino que por el contrario son iluminados por él. De allí que él mismo antes que
iluminado resulte luminoso: su luz no es trascendente si no inmanente, no viene de afuera y de lo alto sino que brota de
sus entrañas, por decirlo de una manera que no es puramente metafórica.
Este modo de iluminar el cuadro fue utilizado por
Brinkmann por primera vez y con notable éxito en cuadros como Tres figuras junto al mar de 1962 y el
Grito del año siguiente. Pero es en 1982 cuando él alcanza el pleno y
fecundo dominio de esta manera de pintar. Lo digo por cuadros como Sombrero
de palma, En la arena o Espacios, entre otros de igual o de
semejante calidad. Y un cuadro de 1991 tan arriesgado y al mismo tiempo tan
virtuoso desde este punto como es efectivamente Negros y líneas resulta
una despedida o el imponente corolario de un gran ciclo. En cambio Rastros I
y Rastros II de ese mismo año son el anticipo de las que pintará
en 1992 - un año especialmente fecundo para Brinkmann - en el que sobresalen
obras como Apuntes de elementos, Cinco situaciones, Cuatro
variantes o Dispersión controlada, pinturas que vistas desde hoy,
desde las pinturas que él pinta actualmente, resultan programáticas.
Y no me refiero solo a los títulos, aunque también,
sino al hecho de que en ellas se produce un salto en la obra de este notable
que podríamos nombrar utilizando el título de otra obra de ese mismo período: Escalada
de elementos hacia el aire.
Antes dije que la expresión “la luz brota de la
entraña del cuadro” no era simplemente metafórica y este es el momento de
explicarlo. En las etapas precedentes no solo la luz brotaba de las entrañas
del cuadro sino que el cuadro entero parecía brotar de las entrañas de la
Tierra.
La pintura de Brinkmann era entonces subterránea, densa,
grave, compuesta a semejanza del juego de masas y placas tectónicas que con sus
correspondientes fallas y fracturas actúa sordamente bajo la superficie de
nuestro planeta. Aunque no eran pinturas ciegas. Al contrario: en todas ellas
obraba una excavación que permitía la apertura de un claro en el que esas masas
mostraban la riqueza de sus colores y/o conformaban figuras que ya fueran antropomorfas, monstruosas o lo que fuera resultaban siempre
abisales.
Es por esa razón que “la escalada al cielo”, a la que igualmente
aludí
antes, puede interpretarse como el tránsito de la aufklärung
a la lumière, del esclarecimiento a la iluminación, del desbroce que
delimita y marca radicalmente lo desbrozado al imperio ilimitado de un espacio atemporal e infinito en el que se despliega mejor
que en ningún otro la luz de la razón. Lo desbrozado es telúrico o terrenal al
contrario del espacio que es aéreo e inasible y mientras el primero reclama para sí el
empleo de la estratigrafía, el segundo demanda el de la geometría.
La geometría que a partir de 1992 cumple una
función cada vez más destacada en los cuadros de Brinkmann y que se hace
presente en la misma por medio de la característica retícula cartesiana. Sea
bajo la forma indirecta de un conjunto ordenado de puntos, sea bajo la forma de
una simple trama lineal o sea mediante la incorporación al cuadro de una sutil
malla metálica. El primer resultado de esta incorporación es la desaparición
del juego tectónico de las masas en beneficio de una superficie reglada que sin
embargo nunca es lisa u homogénea sino que están siempre finamente matizada.
Como los bancos de niebla, como las cortinas formadas por las lluvias otoñales,
en cuyo gris están todos los grises para decirlo con énfasis hiperbólico.
Característica que sin duda hay que atribuir al excepcional dominio de los
colores que Brinkmann alcanzó esforzándose por tantos años en lograr que sus
cuadros fueran iluminados desde dentro.
La insólita conjunción de la superficie, los
matices sin término del color y la retícula
ha convertido los cuadros de este pintor malagueño en una membrana
sensible especialmente apta para registrar los flujos electrónicos o molares
que cruzan infatigablemente los espacios de nuestras ciencias y nuestras
técnicas. De allí que no me sorprenda que en los más recientes tramos de su
carrera artística abunden en ellos títulos como Anotaciones, Cálculos,
Conexiones, Coordenadas, Espacio barrido, Pequeña
dispersión o Primera fase o Segunda fase. Estos y otros
tantos semejantes indican a mi juicio la voluntad de Brinkmann de hacer de sus
obras medios de captar y documentar el comportamiento de dichos flujos, aunque
lo hagan no de una manera ortodoxa y protocolaria sino intuitiva y sensible.
Como de hecho lo son los dibujos neurológicos de Ramón y Cajal cuya belleza no
riñe con el hecho de que cartografían fielmente las conexiones de las neuronas
y las rutas que siguen los impulsos nerviosos que circulan a través de ellas.
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