Resurrección. Fue la primera palabra que se me vino a
la cabeza cuando crucé la entrada el
Palacio Grassi de Venecia y me di de bruces con la colosal escultura que ocupa
literalmente la altura y los anchos del patio central de la imponente sede de
la Fundación Pinaut en la ciudad de los canales. Resurrección de un artista
al que había dado por muerto desde cuando
se dedicó a pintar un cuadros que no eran siquiera parodias de cuadros y que
parecían certificar que quién había ocupado el centro de la escena artística
británica e inclusive internacional sacándose de la manga como curador el Young British Art y como artista
ahogando un tiburón en una pecera de formol ya no daba más de sí. Que la
operación altamente especulativa y extraordinariamente mediática de fabricar y
vender en 74 millones de euros una
calavera cubierta de diamantes había agotado tanto sus facultades como su
inventiva. Me equivocaba. Y allí estaba ese coloso de 20 o 25 metros de alto,
hecho a imagen y semejanza de los guerreros que hace años se rescataron del
lecho marino en Rialce, para demostrarlo. Damian Hirst, el hijo de obreros, tan
audaz como oportunista, tan lúcido como cínico, maestro insuperado en el arte
de atraer sobre si la atención de todos los focos, resurgía de sus cenizas para
darnos una lección sobre qué es hacer arte en esta época en la que el mismo se
ahoga en su propia superproducción. En la que el exceso es la víctima preferida
del exceso y la crítica del arte al mercado resulta inane, irrisoria ante la
potencia y la eficacia de la crítica que le hace el mercado al arte.
Pero el coloso solo es el magnífico preámbulo de un proyecto
expositivo que se despliega por todos las salas del Palacio Grassi y por las del
edificio de Punta Dogana - la otra sede de la Fundación Pinaud- bajo el título
irónico de Treasures from the Wreck of
the Unbelievable. Y que consiste en la impecable y meticulosa exposición de
todos los tesoros artísticos depositados en el fondo del Océano Índico por el
naufragio hace dos milenios del Unbelievable, el increíble navío fletado por un rico
coleccionista de la época para trasladarlos a la sede del museo que pensaba
construir para albergarlos. Está demás decir que todo es fake, falso, como lo denuncia sin contemplaciones el hecho de que
las piezas de la pretendida colección incluyen junto a las previsibles estatuas
egipcias, griegas y romanas, un calendario azteca y una diosa Kali armada de
espadas enfrentada a una cobra de tres cabezas. Amén de la estatua del
coleccionista trajeado a la occidental que lleva de la mano a Bart Simpson.
Pero esta evidencia, como tampoco el exceso fantasioso del resto de las
esculturas expuestas en Punta Dogana, anula la inteligencia de esta formidable
operación. Que no solo pone en cuestión a los museos de arte antiguo y la
verdad consistencia de sus relatos sino que hace diana en el desaforado
coleccionismo contemporáneo, que no es menos arbitrario y caprichoso que esta
fascinante colección de disparates fraguada por Damian Hirst. Dadaismo en
estado puro ahora que ya no se lleva el dadaísmo.
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