La cuestión es el autorretrato. Ayer
reservado a los pintores con suficiente arte y arrojo como para fijar para
siempre una imagen de su alma inquieta sobre el lienzo. Y hoy pulsión maníaca que
se ha apoderado de las multitudes contemporáneas que no saben ir a ninguna
parte sin hacerse un selfie. Se
comprende pues que el MoMA se haya
fijado en los breves retratos y autorretratos que el artista mexicano Ricardo Nicolayevsky grabó en video
en los años 80 del siglo pasado en Nueva York. Y que los haya comprado. Con
esta decisión el célebre museo hizo algo más que historia: hizo arqueología. La
del selfie precisamente. Cuando
Nicolayevsky hizo esos retratos y autorretratos en video, todavía era reciente
la publicación del ensayo con el que Rosalind Krauss denunció el uso que hacían
de la cámara de video por los jóvenes artistas entonces como un ejercicio de
narcisismo. Pero él, como en realidad el resto de los artistas de su generación,
hicieron poco o ningún caso a la denuncia de la Krauss y siguieron haciendo
videos sin importarles cuanto de narcisismo había en ellos. Y seguro que lo
había. Sólo que Nicolayevsky - tal y como demuestra la selección de los mismos
que ahora pueden verse en la galería Freijo Fine Art de Madrid - no se quedó
atrapado en el mero regusto auto erótico sino que supo ir más allá y abordar el
problema del retrato, sea propio o ajeno, en una coyuntura en la que la
individualidad tal y como hasta entonces se la conocía estaba en crisis. A punto
de estallar en mil pedazos, si es que no lo había hecho ya. El retrato no podía
seguir respondiendo impunemente a la ecuación: el rostro como espejo del alma y
como sello de una identidad individual inconfundible, cuya unidad además garantiza
el Yo. La multitud avasalladora de estímulos e imposiciones, así como la
variedad de roles exigidos por la vida en las metrópolis - todos ellos
heterogéneos y con frecuencia contradictorios - ya habían sometido a duras
pruebas la unidad del individuo moderno. Un autorretrato de Greta Stern me
viene ahora a la cabeza.
Es de los años cincuenta del siglo pasado y es en
realidad un collage fotográfico, en el que el rostro de la gran artista alemana
aparece reflejado y comprimido en un pequeño espejo circular, que se apoya en
un plano neutro sobre el que también descansan una rama con hojas, un par de
hojas caídas, una decena de canicas y botones, un par de lentes y dos
escuadras. Es una imagen muy apropiada del grave deterioro de la capacidad del
individuo de centrar y de centrarse: de ser él mismo. Él es solo una parte de
lo que es un collage al que cabe calificar con Deleuze de “plano de
consistencia”.
Los retratos y autorretratos de Nicolayevsaky se pueden
calificar igualmente de collages y de planos de consistencia, y quizás con más
propiedad. Grabó cien y en ellos se ve amigos y amigas del artista a las que pidió
que aparecieran delante de la cámara de cuerpo entero e hicieran lo que se les
viniera en gana. Con un par de excepciones, en las que la actuación del
retratado parece haber sido predeterminada en algún grado. Duran escasos
minutos, son en blanco y negro, están
evidentemente editados y la banda sonora ha sido compuesta por el propio
Nicolayevsky. En todos los casos obedecen a la lógica del collage adoptada por
el video clip que, aparte de fragmentar y yuxtaponer imágenes, añade música.
Si he dicho que estos vídeos tienen una función
arqueológica es porque expusieron tempranamente y con fuerza el estallido de la
individualidad moderna que intentan conjurar los selfies. Sus usuarios responden a esa mise en abyme auto retratándose compulsivamente, como si la
multiplicación ad nauseum de la
imagen de su rostro pudiera devolverles la identidad y el dominio de sí
prometidos largamente por la individualidad moderna.
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