En estos
diez días que estremecieron a España, el teatro político nos ofreció algunas de
sus más intensas y apasionadas funciones. Es lo que tiene, que da lo mejor de
sí cuando el poder que escenifica se pone realmente en juego, amenazada la continuidad
de sus formas inexcusables, expuestas a un riesgo mortal las rotundas certezas
de la narrativa que diariamente lo legitima. Y eso que el vértigo que terminó
dominando la escena empezó en un momento en el que todo parecía perfectamente
controlado por Rajoy, un virtuoso en la imposición de la agenda política y en el
crucial manejo de los tempos de la política. La sentencia del caso Gürtel,
dilatada durante y años y años por la acumulación desorbitada de expedientes y
los cambios interesados de jueces, tuvo finalmente que proferirse. Y aunque
farragosa y llena de circunloquios dejaba constancia de que la corrupción en el
PP no obedecía al modelo de “los casos aislados “sino al de las conductas
“sistemáticas”. Eran demasiadas las evidencias como para que pudiera decir otra
cosa, so riesgo de que el desprestigio que ronda amenazante al Poder judicial
se convirtiera en una protesta unánime de consecuencias imprevisibles. Rajoy habría
podido encajar este enésimo tropiezo judicial con su habilidad para
escabullirse de las preguntas difíciles sino hubiera sido por los benditos
presupuestos que todavía no lograba aprobar. Por culpa entre otras cosas de la
aplicación del dichoso artículo 155 en Cataluña que el PNV le exigió suspender…
antes de retirar dicha exigencia y dar su sí a los presupuestos por
“responsabilidad”, sea lo que sea la responsabilidad. Pero lo hizo demasiado
tarde, cuando ya la sentencia de la trama Gurtel no admitía más demora y tenía
que publicarse. Pero Rajoy no se amilanó y movió ficha. Uno de los tres jueces
del proceso pidió tiempo para su voto particular y retrasó su redacción lo
suficiente como para que el Congreso de los diputados aprobara los
presupuestos. La sentencia y el voto particular se publicaron al día siguiente,
sin que Rajoy imaginara siquiera que arruinaría sus planes de terminar la
legislatura y presentarse a la reelección. Se sentía Helmut Köln, el
incombustible. Pero va el Pedro Sánchez, secretario general de un partido que uno
de esos sesudos análisis del diario El
país ya le había aplicado la extremaunción, y presenta una moción de censura.
Fue Troya. Se destaparon el ánfora de Pandora y la caja de los truenos y la
función se convirtió en el duelo final de La
pandilla salvaje, con fuego a discreción de todos lados, incluidos los sensatos
que nunca faltan, diciendo que no estaban en desacuerdo con jubilar a Rajoy
pero que esas no eran manera. O que la censura no podía prosperar porque no
contaba con los votos de los nacionalistas. Y que si contaba era
porque con había pactado con ellos la rotura de España. Un pandemonio, una
vocinglería, un mar de leva de acusaciones de traición y golpe de estado, advertencias sobre
el caos en que se hundíaEspaña, los “mercados” asumiendo el papel del
destino inapelable y esos subidones de adrenalina promovidos por todos los medios y todas
las pantallas que los derbis y las finales de campeonato ya quisieran para sí.
Y después del clímax el anticlímax del final feliz. A rey muerto rey puesto.
¡Qué grande es el teatro político! Garci.
La intervención de Theo Firmo
Hace 13 años
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