miércoles, 17 de agosto de 2016

Reivindicación de Clint Eastwood.(I)


La dábamos por muerta o desaparecida y súbitamente reaparece con fuerza, en una insólita confirmación de la teoría freudiana del retorno de lo reprimido. Y lo hace no como un fantasma amenazante que conjura a todos los poderes de la vieja Europa en su contra sino como una irritante perturbación  del discurso hegemónico allí donde él reafirma sin fisuras: las elecciones democráticas. Se la hizo responsable del Brexit en mucha mayor medida que las mentiras y exageraciones de sus promotores y ahora ese mismo establishment cosmopolita y liberal la responsabiliza del auge de Donald Trump, el líder al que hasta ayer estigmatizaban por fascista y populista y hoy además por “errático y provocador”. Se trata de  “la clase obrera blanca” que - según un artículo de Marc Basset publicado en el diario El País  (12.08.2016)- es el botín electoral que actualmente se disputan Hillary Clinton y Trump. 
Quienes la critican por votar a quién no debe suelen describirla como un colectivo envejecido, poco calificado o con una calificación que se ha quedado obsoleta por la  robótica y la informática y que por lo tanto que no puede ser sino reactiv0 o simplemente reaccionario. Yo no comparto esta descripción porque excluye la posibilidad de que  esta clase social en trance agónico sea o pueda ser de otra manera. Clint Eastwood, por ejemplo, no solo cree en esa posibilidad sino que la ha explorado y expuesto en un filme tan remarcable como El gran Torino.  Película muy personal porque no solo la dirige sino que interpreta a su protagonista: Walt Kowalski, un obrero jubilado de la industria automotriz, combatiente de la Guerra de Corea, dueño de una chalet en un suburbio que ayer fue próspero y habitado por trabajadores blancos como él y hoy está degradado y poblado por afroamericanos e inmigrantes asiáticos. Kowalski es un lobo estepario que se lleva mal con su familia y que desprecia a los “chinitos” que tiene de vecinos y que en realidad no son chinos sino de la etnia Hmong que colaboró con los americanos y se fue con ellos cuando estos perdieron la guerra de Vietnam y abandonaron Indochina. Kowalski en realidad solo quiere a su perra Daisy y a su flamante coche, un Torino construido en el año de 1972, que le llena de orgullo no solo por su belleza sino porque es un símbolo deslumbrante de la superioridad que entonces exhibía la industria automotriz americana sobre la de sus rivales en el mundo. La superioridad que el trabajo de Kowalski y de tantos otros como él hizo posible.
Kowalski encaja como anillo al dedo en el estereotipo que define a quienes se entusiasman con el llamado de Donald Trump a  hacer a América grande de nuevo, entendiendo por esa “grandeza” la que exhibía América en los años 50 y 60 del siglo pasado en los que, como ha recordado Michael Moore, la clase obrera vivía como vivía la clase media. Los mismos que comparten la tesis de que si la clase obrera blanca ha perdido la prosperidad  de la que entonces disfrutaba ha sido por culpa de esos inmigrantes de todos los colores dispuestos a trabajar jornadas extenuantes por salarios de mierda. El Kowalski imaginado por Eastwood podría incluso suscribir otra de las tesis de Trump: que América dilapidó su grandeza librando guerras en países remotos que encima no se lo agradecen. La conciencia de Kowalski sigue atormentada por el hecho de que durante la guerra de Corea el mató a sangre fría a unos soldados enemigos que se habían rendido.
Kowalski no se enrola sin embargo en las legiones del odio alimentado por el racismo y la xenofobia que ahora está reclutando Trump. Él convierte la tentativa de robo de su amado Torino por uno de los hijos adolescentes de la familia de sus vecinos no en un motivo para acrecentar su xenofobia sino para empezar a dejarla. Decide convertirse en el padre putativo o por lo menos en el guía y protector tanto de ese adolescente como de su hermana, aceptar invitaciones a festejos en la casa familiar de estos y por último intervenir abiertamente en el conflicto que los enfrenta con una banda de delincuentes del barrio. Pero no lo hace aplicando el ojo por ojo ni como lo habría hecho Harry el sucio, el detective implacable interpretado por  Clint Eastwood que realizó ejemplarmente las fantasías de esa multitud de amantes de las armas siempre deseosos de hacer justicia con sus propias manos. No. Kowalski hace justicia  poniendo la otra mejilla. Desafía a un duelo a toda la pandilla en las puertas de su guarida pero en vez de liquidarlos a todos se dejó acribillar por ellos sin hacer el más mínimo gesto de defensa. Ni siquiera llevaba consigo su Magnun 44.



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