El azar o una feliz coincidencia han juntado en el
parque del Retiro de Madrid a dos ejemplos mayores del arte colombiano: Doris
Salcedo y Beatriz González. La primera, una artista monumental en el sentido
preciso de artista dedicada a la fábrica de monumentos, de mementos, de obras
que son tales porque tiene el propósito inequívoco de invocar a los muertos, de
traerlos de nuevo a la luz impidiendo
que caigan en el olvido o se pierdan en él definitivamente. Como el que ahora y
desde hace meses está abierto en el Palacio de Cristal y que es un memento, un
monumento dedicado a centenares de inmigrantes
desesperados que se ahogaron en el Mediterráneo, cuyos nombres brotan y
rebrotan de las aguas que para ellos resultaron mortales gracias al ingenioso
dispositivo de una instalación ciertamente monumental. Por su tamaño, por la
invocación de un episodio fúnebre cuya magnitud nos desborda.
Beatriz González es, en cambio, una cronista, una
artista cuyo arte consiste en dar fe de lo que le está sucediendo a ella, a su
gente, a sus contemporáneos, a los que viven, se alegran y padecen a su lado.
Es pintora y escultora, y de su arte dijo tempranamente Marta Traba, que era
una artista pop. Se equivocaba sin embargo la notable escritora y crítica de
arte argentina: el arte de Beatriz González- ya desde los remotos comienzos de
su trayectoria artística – era, es un arte que se inspiraba y se inspira en las
tradiciones populares y no en la cultura pop hecha a imagen y semejanza de los
media, de la publicidad y del cine de Hollywood y su imponente Star system. Cierto, algunos de los
mejores cuadros e impactantes telones de están pintados a partir de imágenes
entresacadas de los diarios, pero no están pintados a la manera warholiana, que
es mimética con respecto a las modos y los estilemas visuales acuñados y cultivados
por los media. El modo de González es, por el contrario, el modo de los anónimos
murales que adornan bares y restaurantes populares en Colombia, pintados con un
desparpajo y una distancia con respecto a cualquier canon que responden a una sensibilidad, a un sensorium si se quiere, que no son
evidentemente los de la burguesía ilustrada ni de la clase media profesional.
Sus esculturas, que en realidad son muebles artesanales pintados, no tiene nada
que ver con el design moderno ni post
modern y mucho menos con las bizarras versiones de los mismos hechas por Richard
Artschwager.
Otro sí. Sorprende la fidelidad que Beatriz González ha
mantenido a su pensamiento, sus tomas de partido y su estilo lo largo de una
carrera artística que ya dura medio siglo. Y contrasta con la fidelidad de
Botero a los suyos, porque mientras la del célebre pintor y escultor colombiano
lo ha recluido en el infierno de la repetición de lo mismo, a Beatri González
la mantiene alerta y fecunda.
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