El País de Madrid ha tomado durante este verano la sorprendente decisión de revivir el género de la caricatura alegórica que vivió con Grandville - en ese Paris capital del siglo xix que tanto apasionó a Walter Benjamin - un momento singularmente intenso. Y la verdad es que yo saludaría esta iniciativa del diario madrileño, aunque fuese solo por lo que tiene de intempestiva, sino fuera porque sus resultados son poco o nada brillantes. Los textos de esta serie titulada Alebrijes, están firmados por José María Izquierdo y son demasiado alambicados para ser eficaces y las figuraciones debidas a Tomás Ondarra de esas criaturas de rostro humano y cuerpo animal en los que la pluma de Izquierdo convierte a los líderes políticos españoles tampoco resultan imaginativas o graciosas. Lo peor, sin embargo, es el contraste entre la pobreza de resultados de los Alebrijes y la originalidad y la fuerza persuasiva de la alegoría más socorrida de esta temporada: los mercados. La misma que copa páginas y más páginas de El País y de tantos otros diarios de América y de Europa, sean o no de referencia. ¡Los mercados¡:esas sí que son arpías o quimeras o como quiera llamárseles, cuya reunión verdaderamente demoníaca de rasgos y atributos disímiles y contrapuestos sobrepasa largamente la que pueda exhibir cualquiera otra alegoría imaginada por George Lucas o por los más audaces o retorcidos diseñadores de video juegos. El índice más claro de esta superioridad queda manifiesto cuando se piensa en las dificultades prácticamente insalvables que debe vencer cualquier intento de reducir los mercados a una imagen grafica redonda. Porque quisiera saber quién es el guapo capaz de acoplar en una única figura los atributos de una criatura que es tan terrible y omnipotente que con un solo gesto es capaz pone de rodillas a los gobiernos supuesta o realmente mas poderosos del mundo y que, al mismo tiempo, es tan frágil y asustadiza como una infanta de cuento de hadas, a la que le basta escuchar los rumores de una mala noticia para, presa del pánico, huir de los parqués de las principales bolsas del planeta. A esa incoherencia se suman otras igual de flagrantes, como la de que los mercados aman el riesgo y simultáneamente la estabilidad. O que no quieren que ningún gobierno los regule pero no vacila en exigir que los gobiernos, todos a una como en Fuenteovejuna, se coaliguen para sacarles las castañas del fuego, cuando hace falta. Una y otra y otra y otra vez, maníacamente como bien se sabe. Ante tal cúmulo de incongruencias es evidente que no tiene mucho que hacer Moloch, ese ídolo insaciable cubierto de sangre y de fango de los pies a cabeza, propuesto por Marx en mismísimo El Capital, como la representación más cabal del ominoso desembarco del capitalismo en el mundo. No niego que sea una imagen potente, intensa, pero me temo que peca de unilateral, de demasiado simple como para poder captar adecuadamente toda la gama de matices e incongruencias que caracterizan a los mercados. En realidad sólo podríamos aceptar como válida para los mercados la imagen marxiana de la cruel divinidad fenicia si fuéramos capaces de acoplar en una sola figura las distintas interpretaciones que históricamente se han hecho de la misma. Y podriamos empezar a componer este palimpsesto trayendo a cuento el desplazamiento operado por el romanticismo del padre por el hijo, de Moloch por Baal, que dio lugar entre otras obras al Dictionnaire Infernal de Collin de Plancy, cuya edición de 1863 incluyó una ilustración de Louis Breton en la que la ominosa divinidad aparece como una criatura con un cuerpo y unas patas regordetas de araña coronado por tres cabezas: la de un rey, la de un sapo y la de un gato. Tanta incongruencia parece sin embargo congruente con la incongruencia de los mercados y más si añadimos a la mezcla la convicción de los puritanos ingleses coetáneos de esa abigarrada imagen de que Baal tenía el poder de convertir en invisibles a quienes lo conjuran o invocan. Como le sucede actualmente a quienes son los más decididos agentes e intérpretes de los mercados que son invisibles o por lo menos incorpóreos. Y ya puestos en la tesitura de resolver por acumulación o perversa sumatoria el arduo problema de darle una forma visible y de alguna manera conclusa a a esa proteiforme alegoría que son los mercados, me atrevería a añadir la película del director ruso Alexander Sokúrov en la que Moloch toma cuerpo en Adolfo Hitler. Una identificación que para nada resulta disparatada si se toma en cuenta que el Führer es la encarnación del Mal por excelencia en esta época y que los hornos crematorios que en su día puso en marcha ofrecen una imagen de la atrocidad incomparable de sus delitos equiparable a la ominosa versión judeocristiana de Moloch, que durante siglos lo representó como un gigantesco ídolo de bronce, con una hoguera en el vientre, a la que se arrojaban los niños sacrificados para saciar su apetito insaciable de tiernas vidas humanas.
Sokúrov se aparta, sin embargo, de la ominipresente e incombustible iconografía hitleriana y ofrece en cambio en su película una versión domestica, intimista y hasta naif de un Hitler sorprendido por las cámaras en la intimidad de un finde en su retiro alpino de Berchstesgaden, compartido con su amante Eva Braum, con Joseph Goebbels y Ada y con Martin Bormann, su más fiel lacayo. J. Hoberman, en la reseña critica que escribió sobre esta película para Village Voice (07.11.1999), la calificó de relato de un ¨weekend de los amos del mundo, tal como habría podido ser imaginada por Jerry Seinfeld ¨ y de ¨ culebrón nazi interpretado por el propio Hitler ¨. Ese humorismo involuntario y zafio practicado en la intimidad por la cúpula nazi, a la vez que ofrece un buen ejemplo de la ¨ banalidad del mal ¨ convierte al horrible Moloch en el minúsculo Odradek, en un diablillo doméstico,en ese ovillo estrellado de retazos de hilo con patas imaginado por Franz Kafka, tan anómalo e inofensivo como ubicuo, que mueve sin embargo al gran alegorista de nuestra época a preguntarse si puede morir o si por el contrario ¨ ¿Bajará la escalera arrastrando hilachas ante los pies de mis hijos y de los hijos de mis hijos?. No hace mal a nadie –añade Kafka, en el papel de padre preocupado - pero la idea de que pueda sobrevivirme es casi dolorosa para mí¨. Los mercados también son esa recurrente anomalía doméstica y aparentemente inofensiva que asedia permanentemente nuestros hogares y cuya posible eternidad nos resulta sin embargo francamente dolorosa.
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