miércoles, 29 de marzo de 2017

Daniel Canogar y la belleza sublime.





Si algo han demostrado las dos exposiciones más recientes de Daniel Canogar en Madrid (Febrero-Marzo 2017) es que la oposición entre bello y sublime que enunció Edmund Burke y fundamentó rigurosamente Inmanuel Kant puede ser anulada o por lo menos neutralizada.  Con las obras expuestas en esa oportunidad este notable artista español demostró hasta qué punto conceptos como los de belleza natural y belleza adherente, sublime matemático y sublime dinámico no son realmente irreductibles y que por el contrario pueden dar lugar a síntesis inesperadas. Así ocurría en las 6 obras incluidas en Echo - la muestra de Canogar en la galería Max Estrella - que sin ningún problema podían considerarse esculturas aunque de hecho consistían en pantallas con formas curvas complejas que puestas contra los muros o colgadas del techo dejaban ver sus entrañas: el entramado de cables y dispositivos que les permiten operar. 

 
 (Ceremonia de clasura de Ech0)
Era tal la elegancia de cada plegamiento, tan seductoras las luminosas formas abstractas que se sucedían ininterrumpidamente en cada una de las pantallas, tan armónica la relación entre las partes que componían el conjunto de cada pieza y tan equilibrada la distribución de todas ellas en las distintas salas de la galería madrileña que uno no podía menos que quedarse asombrado ante tanta belleza.  Belleza natural, como la de las flores o de las fantasías musicales, que diría Kant, pero también belleza sobrevenida, belleza adherente, por cuanto las pantalla, aún en sus insólitas curvaturas, seguían siendo pantallas que cumplían a cabalidad como los palacios o los teoremas, la función para la que habían sido diseñadas. Sólo que la belleza que ellas realizaban de manera tan plena   y exquisita se articulaba fluidamente con el hecho de exponer al espectador a la experiencia ciertamente sublime de confrontarse con poderes que le desbordan  y sobrepasan. Así la pieza titulada Basin emitía una animación generativa que reaccionaba en tiempo real a las precipitaciones meteorológicas en las 195 capitales de países reconocidos por la ONU. La animación generativa emitida por Ember reaccionaba en tiempo real a la cantidad de incendios activos por todo el planeta. En Magma, en cambio, la animación reaccionaba cada 12 horas a la media de los estados de 1627 volcanes repartidos por todo el planeta. En Gust la animación daba cuenta en tiempo real de la intensidad y la dirección del viento en Madrid y en Latitude, la animación de la pantalla puesta arriba aceleraba su ritmo según bajaban las temperaturas en Verjoyanks, la ciudad de Siberia más fría del mundo, mientras que la animación de la pantalla puesta debajo reaccionaba a las subidas de temperatura en la ciudad más calurosa, Kuwait. Cierto, todas estas piezas encajaban en la definición de sublime matemático elaborada por Kant por cuanto permitían captar intuitivamente la magnitud de fenómenos desbordantes que sin embargo la ciencia ha logrado cuantificar de manera precisa. E igualmente encajaban en la definición de sublime dinámico por cuanto producían simultáneamente la impresión estremecedora de hallarse frente a los poderes de una naturaleza que nos sigue resultando omnipotente, incluso ahora cuando su omnipotencia es desafiada seriamente por el calentamiento global y amenazada por la que sería sexta extinción masiva de la vida sobre el planeta. En cualquier caso este catastrófico choque de soberanías inconmensurables resulta ciertamente sublime y una   consecuencia inesperada de la realización del proyecto de dominio tecno científico de la naturaleza.  

La otra exposición que nos ocupamos era de una sola obra y ocupaba el stand de promoción institucional que el diario El País de Madrid montó en la feria ARCO. Se titulaba Ripple y consistía en un mural digital de 9 o más metros de ancho y aproximadamente 3 de altura que era en realidad la proyección de una animación generada a partir de los 500 vídeos más vistos en España. El programa, diseñado por Diego Mellado, seleccionaba en color dominante en una secuencia elegida aleatoriamente de cada uno de esos vídeos y lo transformaba en una delgada banda de color que funciona como el rastro de color que va dejando tras de sí dicha secuencia  mientras  se desplazaba de arriba abajo en la pantalla. Esta operación se repetía simultáneamente a lo largo y ancho de esta proyección produciendo el efecto conjunto de un tapiz de colores luminosos en continuo  movimiento. Canogar resumió en el breve texto de presentación de la misma  la intención a las que responde esta obra: “Ripple explora como el  incesante ritmo de la sociedad de la información altera nuestra capacidad para recordar, asimilar y archivar nuestra realidad”. Y ciertamente lo es porque consigue transmitir una imagen convincente del hecho de que las noticias con las que nos bombardean diariamente desaparecen de la escena tan rápidamente como han irrumpido en la misma. Pero creo que hace todavía más porque gracias a su ritmo sosegado del despliegue armonioso de las coloridas huellas que dejan los videos camino de su desaparición, ofrece un remanso de paz, un jardín de cándido si se quiere, a unos ojos como los nuestros agredidos sin    miramientos por el hiriente aluvión de imágenes informativas y publicitarias.             

       (Diego Mellado Martinez, Ingeniero)

jueves, 9 de marzo de 2017

Brinkmann y los registros sensibles.




Las obras de Enrique Brinkmann  incluidas en esta exposición (Galeria Freijo, Madrid, o3-04, 2017) son como la niebla matutina o la fina lluvia otoñal que, a fuerza de ingrávidas e inconsistentes, no parecen ser  lo que efectivamente son: la síntesis prodigiosa de una multitud de historias, el refinado producto de una concurrencia tan compleja de factores diversos que es difícil descubrir  en ellas la existencia de un orden o al menos de ciertas regularidades. Pero basta detenerse ante estas obras  lo suficiente como para permitir que haga efecto el llamado que hacen  a  nuestra inteligencia y sensibilidad para advertir que cada una de ellas condensa los resultados de un denso cúmulo de historias. Entre ellas la historia que, al igual que un hilo de Ariadna, mejor puede orientarnos en su intrincado anudamiento y cuyos extremos unen el momento en el que la obra de Brinkmann se empareja con la Cabeza de perro de Goya con aquel en  el que ella se sitúa en el mismo lugar donde se despliegan los dibujos neurológicos de  Santiago Ramón y Cajal.
Traigo a cuento la obra de Goya - perteneciente a las Pinturas negras y como el resto de ellas trasladadas del revoco de la Quinta del sordo al lienzo que ahora nos permite admirarla en el Museo del Prado - es porque los cuadros que vemos en esta exposición  resultan luminosos a pesar de su grisura e incluso de su negrura  debido a que decantan los muchos años en los que Enrique Brinkmann se ha ejercitado en el difícil arte de iluminar al cuadro desde dentro. 

Como bien se sabe hay dos maneras básicas de iluminar un cuadro: o utilizando el blanco o colores muy aclarados por el blanco o estableciendo entre los colores distintos del blanco una relación tal que sea ella misma la que genere la luminosidad del cuadro. La Cabeza perro de Goya es un ejemplo extraordinario de lo que se logra siguiendo la segunda opción precisamente porque en ella el autor de las Pinturas negras recurre a los colores más sombríos. Los marrones y los ocres, algo de amarillo muy calcinado y unas pinceladas de blanco de plata oxidada que, aunque están puestas en la cabeza de este perro medio sepultado, no son las que iluminan el cuadro sino que por el contrario son iluminados por él. De allí que él mismo antes que iluminado resulte luminoso: su luz no es trascendente si no inmanente, no viene de afuera y de lo alto sino que brota de sus entrañas, por decirlo de una manera que no es puramente metafórica.
Este modo de iluminar el cuadro fue utilizado por Brinkmann por primera vez y con notable éxito en cuadros como  Tres figuras junto al mar de 1962 y el Grito del año siguiente. Pero es en 1982 cuando él alcanza el pleno y fecundo dominio de esta manera de pintar. Lo digo por cuadros como Sombrero de palma, En la arena o Espacios, entre otros de igual o de semejante calidad. Y un cuadro de 1991 tan arriesgado y al mismo tiempo tan virtuoso desde este punto como es efectivamente Negros y líneas resulta una despedida o el imponente corolario de un gran ciclo. En cambio Rastros I y Rastros II de ese mismo año son el anticipo de las que pintará en 1992 - un año especialmente fecundo para Brinkmann - en el que sobresalen obras como Apuntes de elementos, Cinco situaciones, Cuatro variantes o Dispersión controlada, pinturas que vistas desde hoy, desde las pinturas que él pinta actualmente, resultan programáticas.
Y no me refiero solo a los títulos, aunque también, sino al hecho de que en ellas se produce un salto en la obra de este notable que podríamos nombrar utilizando el título de otra obra de ese mismo período: Escalada de elementos hacia el aire.
Antes dije que la expresión “la luz brota de la entraña del cuadro” no era simplemente metafórica y este es el momento de explicarlo. En las etapas precedentes no solo la luz brotaba de las entrañas del cuadro sino que el cuadro entero parecía brotar de las entrañas de la Tierra.  
La pintura de Brinkmann era entonces subterránea, densa, grave, compuesta a semejanza del juego de masas y placas tectónicas que con sus correspondientes fallas y fracturas actúa sordamente bajo la superficie de nuestro planeta. Aunque no eran pinturas ciegas. Al contrario: en todas ellas obraba una excavación que permitía la apertura de un claro en el que esas masas mostraban la riqueza de sus colores y/o conformaban  figuras que ya fueran antropomorfas,  monstruosas o lo que fuera resultaban siempre abisales.
Es por esa razón que  “la escalada al cielo”, a la que igualmente aludí
antes, puede interpretarse como el tránsito de la aufklärung a la lumière, del esclarecimiento a la iluminación, del desbroce que delimita y marca radicalmente lo desbrozado al imperio ilimitado de un espacio atemporal e infinito en el que se despliega mejor que en ningún otro la luz de la razón. Lo desbrozado es telúrico o terrenal al contrario del espacio que es aéreo e inasible  y mientras el primero reclama para sí el empleo de la estratigrafía, el segundo demanda el de la geometría.
La geometría que a partir de 1992 cumple una función cada vez más destacada en los cuadros de Brinkmann y que se hace presente en la misma por medio de la característica retícula cartesiana. Sea bajo la forma indirecta de un conjunto ordenado de puntos, sea bajo la forma de una simple trama lineal o sea mediante la incorporación al cuadro de una sutil malla metálica. El primer resultado de esta incorporación es la desaparición del juego tectónico de las masas en beneficio de una superficie reglada que sin embargo nunca es lisa u homogénea sino que están siempre finamente matizada. Como los bancos de niebla, como las cortinas formadas por las lluvias otoñales, en cuyo gris están todos los grises para decirlo con énfasis hiperbólico. Característica que sin duda hay que atribuir al excepcional dominio de los colores que Brinkmann alcanzó esforzándose por tantos años en lograr que sus cuadros fueran iluminados desde dentro.  
 
                             
La insólita conjunción de la superficie, los matices sin término del color y la retícula  ha convertido los cuadros de este pintor malagueño en una membrana sensible especialmente apta para registrar los flujos electrónicos o molares que cruzan infatigablemente los espacios de nuestras ciencias y nuestras técnicas. De allí que no me sorprenda que en los más recientes tramos de su carrera artística abunden en ellos títulos como Anotaciones, Cálculos, Conexiones, Coordenadas, Espacio barrido, Pequeña dispersión o Primera fase o Segunda fase. Estos y otros tantos semejantes indican a mi juicio la voluntad de Brinkmann de hacer de sus obras medios de captar y documentar el comportamiento de dichos flujos, aunque lo hagan no de una manera ortodoxa y protocolaria sino intuitiva y sensible. Como de hecho lo son los dibujos neurológicos de Ramón y Cajal cuya belleza no riñe con el hecho de que cartografían fielmente las conexiones de las neuronas y las rutas que siguen los impulsos nerviosos que circulan a través de ellas.           





 

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