jueves, 29 de agosto de 2013

El arte conjura la política.


En su libro El tiburón de los doce millones, Don Thompson cita el caso de Clinton Boisvert, estudiante del School of Visual Arts de Nueva York, que en 2003 y ante la demanda de una obra que plasmara la forma en la que la emoción que despierta el arte impacta en la vida de las personas, respondió con una intervención en el subway.¨ Boisvert creó tres docenas de cajas negras – relata Thompson - cada una con la palabra  ´Miedo´ grabada en ella. Cuando acababa de ocultar la última de ellas en las estaciones del metro de Nueva York fue arrestado. Una docena de estaciones fueron precintadas durante varias horas mientras las patrullas de policía recuperaban las esculturas. Boisvert fue condenado por imprudencia temeraria, pero obtuvo un ´sobresaliente´ en su proyecto¨.
A mi esta obra me parece política aunque no en el sentido que habitualmente atribuimos a la política en las democracias parlamentarias que hegemonizan la política en el mundo, fijándole contenido, fines, límites. Y ni siquiera en el sentido que solemos atribuir a la expresión arte político. La conducta de la policía ante la obra de Boisvert indica claramente que la consideró amenazante y hasta peligrosa. ¿Pero por qué razón? ¿Porque creyó que cada una de esas cajas era una bomba y que habían sido distribuidas por distintas estaciones del metro con el fin de producir una cadena de explosiones simultáneas y causar una auténtica masacre? ¿Y creyó eso a pesar de que el aspecto siniestro de las cajas las hacía extremadamente llamativas, al contrario de lo que suelen ser las bombas utilizadas en los atentados terroristas en sitios públicos de los últimos años, camufladas en mochilas u ocultas en coches comunes y corrientes? Es posible, pero no creo que sea la única respuesta posible porque me parece que si algo condensó la obra de Boisvert no fue tanto la clase de emoción que el arte causa normalmente en su público como el miedo difuso que se ha apoderado de la ciudad de Nueva York, aunque no solo de ella. El miedo a un ataque terrorista que no cesa desde el 11- S y que desde entonces ha sido continuamente alimentado por el gobierno de Washington con la intención de utilizarlo como argumento incuestionable para justificar y legitimar las medidas legales y las estrategias políticas que suspenden de hecho la vigencia de la Constitución americana y le permiten hacer la guerra a discreción.En suma para justificar la interminable ¨ guerra contra el terrorismo¨, que todavía padecemos.  

Ese miedo cumple evidentemente un importante papel político y sin embargo la democracia parlamentaria no lo incluye expresamente  entre los que considera sus medios e instrumentos propios o por lo menos coherentes consigo misma. Por esta razón es anómala, como también lo es porque su carácter de instrumento del poder político – al igual que  la racionalidad que la política moderna predica de sus instrumentos característicos -  queda enmascarada por el poderío arrollador de su componte pasional: el miedo. El miedo que ciega el juicio, doblega la voluntad y descomponen al pueblo, a la multitud o a cualquier otro sujeto político colectivo, transformándolo en una muchedumbre aterrorizada.
¿Pero qué es lo que hizo Boisvert con ese miedo? Evidentemente lo conjuró. Y en el doble sentido del término ¨conjurar ¨: invocar y a la vez exorcizar. Lo invocó repartiendo sus cajas por el subway, a sabiendas de que su aspecto siniestro habría de despertar el miedo latente, como una radiación de fondo, en la psiquis de los innumerables usuarios de dichas estaciones. De seguro que algunos de ellos fueron los que alertaron a los guardias del metro o a la propia policía de unos paquetes sospechosos que bien podría ser bombas dispuestas para un atentado terrorista. Ante esas denuncias la policía cumplió a rajatabla el papel que se espera de ella en el marco de la guerra contra el terrorismo. El terrorismo - tal y como está definido actualmente por el gobierno de Washington - es un fenómeno sin fisuras o, mejor,  una versión laica del mal absoluto que por serlo no tiene historia ni origen ni porvenir y cuyo único contacto con la contingencia y la fragilidad de la vida se da en términos de posesión demoníaca del cuerpo y el alma de un grupo específico: los islamistas radicales. Y de cuyos inesperados golpes mortales solo podemos intentar resguardarnos extremando cada día más las medidas de control preventivo, que es la versión doméstica del ciclo de ¨guerras preventivas ¨ inaugurado con la guerra de Iraq. Esas cajas negras y enigmáticas no podían ser más que bombas, pensó la policía y actuó en consecuencia. Y el juez corroboró el miedo de la policía condenando a Boisvert por ¨ imprudencia temeraria¨.¿La imprudencia de despertar el miedo sin atender a la agenda y a los medios y canales actualmente instituidos para despertarlo? ¿Sólo la Casa Blanca es prudente cuando lo despierta?

Boisvert exorcizó el miedo mediante el descubrimiento de que las tales bombas no eran bombas ni nada que lo pareciera y que por lo tanto la alarma de los transeúntes y de la policía atemorizada era infundada. Todo había sido una parodia, una falsa alarma que  habría desencadenado el mecanismo liberador de la risa en todos los concernidos de no ser porque jueces, policías y moralistas castigan, como si de alguna manera fueran cómplices, a todos los que se toman a la ligera la guerra contra el terrorismo. Esa de cuya interminable amenaza parece que ya nada podrá liberarnos.