miércoles, 31 de agosto de 2011

El autómata del ajedrez.


Para mí una de las imágenes más queridas entre todas las invocadas por Walter Benjamin es la del autómata del ajedrez. Ese prodigio mecánico que fascinó a la Europa decimonónica con su milagrosa capacidad de derrotar a los grandes maestros de este juego inconmensurable, que Benjamin evocó e interpretó en el primero de los apartados de sus Tesis sobre la filosofía de la historia, un ensayo crucial donde los haya. Y por esta razón me ha atraído especialmente un artículo de Kenneth Rogoff, profesor de economía y políticas públicas de la Universidad de Harvard, ex economista en jefe del FMI y ¨ gran maestro internacional del ajedrez¨, según la presentación que hace de él la redacción del suplemento Negocios del diario El País (28.08.11). Rogoff cita allí al autómata del ajedrez y coincide en su descripción con la que realizó en su día Benjamin, como la de un ingenio vestido de Turco ¨ que ganó partidas contra personas como Napoleón y Benjamín Franklin, mientras desafiaba a mentes brillantes para conocer sus secretos. A los observadores les llevo varias décadas averiguar cómo funcionaba realmente el Turco: un jugador humano se ocultaba en un compartimiento movedizo en medio de un laberinto de vistosos aparatos¨. Aquí terminan sin embargo las coincidencias porque mientras el autor de las Tesis… leía esta fábula como una alegoría en la que el Turco era el materialismo histórico y el ¨jugador humano¨ la teología de la que debía que echar mano el materialismo siempre que quisiera acertar, Rogoff la lee como una alegoría de las posibilidades ilimitadas de las máquinas de sustituir a los humanos inclusive en campos tan aleatorios y heurísticos como el del ajedrez. ¨Ahora – afirma- la estafa se revirtió: las máquinas de ajedrez pretenden ser jugadores humanos de ajedrez (…) Hace poco, la Federación Francesa de Ajedrez suspendió a tres de sus mejores jugadores por conspirar para obtener asistencia computarizada ( curiosamente, una forma de descubrir a los tramposos es mediante un programa de ordenador que detecta si las movidas del jugador se parecen sistemáticamente a las jugadas favoritas de varios de los mejores programas informáticos del mundo)¨. Pero no nos engañemos: lo que Rogoff pretende no es celebrar simplemente la suplantación del ajedrecista genial por una máquina que lo es todavía más, sino utilizar este brillante ejemplo en la defensa solapada de la política de utilizar los descubrimientos y las innovaciones tecnológicas en los campo de la inteligencia artificial y la robótica para hacer frente con éxito al desafío que supondría para el Capital la asociación de los trabajadores calificados en defensa de sus intereses específicos. ¨ Tal vez los trabajadores cualificados intentarán asociarse para lograr que los gobiernos aprueben leyes y reglamentos a fin de que sea más difícil para las empresas hacer obsoleto sus empleos ¨- afirma. Y aunque no descarta que en el actual ¨ sistema de comercio global ¨, ellos tengan más éxito del que tuvieron en el pasado los trabajadores no calificados en su intento de ¨ impedir indefinidamente la tecnología que prescinde de la mano de obra¨, no duda en reafirmar su creencia en que sería una peligrosa tontería ¨ inferir la creciente desigualdad en los ingresos relativos¨ (de los trabajadores no calificados con respecto a los calificados CJ) ¨en las siguientes décadas mediante la extrapolación de las tendencias recientes¨.
Rogoff piensa, en definitiva, que los salarios tenderán a igualarse por lo bajo gracias a nuevas tecnologías capaces de reemplazar también a los trabajadores actualmente calificados y no solo a los no calificados. Pero él no parece advertir que su tesis es como la pescadilla que se muerde la cola porque seguramente a la nueva revolución tecnológica que él espera le resultara imprescindible una nueva generación de trabajadores suficientemente calificados como para poder ingeniarla y ponerla en marcha. O sea que en el nuevo ciclo tecnológico estaremos igual de lo que estamos en el ciclo que ahora mismo está concluyendo: con obreros calificados coexistiendo con obreros no calificados. E incluso es igualmente probable que durante el ciclo que se avecina escuchemos de nuevo la tesis de Rogoff de que en la fábula del Turco se han invertido los papeles y que detrás del aparente virtuosismo de los hombres lo que opera en realidad es el automatismo absoluto de las máquinas.

domingo, 28 de agosto de 2011

Espartaco: entre la historia y la familia.



En la semana pasada coincidieron en la televisión el pase del último capítulo de la segunda entrega de la serie televisiva Spartacus. Dioses de la arena, con el de Espartaco, la legendaria película de Stanley Kubrik, y esta coincidencia me ofreció la oportunidad de reflexionar sobre los cambios experimentados por la cultura americana en el medio siglo largo que separa la produccion del largometraje de emision de la serie. El más evidente, afecta el régimen que regula en dicha cultura la emisión de imágenes de violencia explicita que, en el caso de la serie Spartacus, alcanza un punto de obscenidad pocas veces visto en la cultura visual americana. Por lo menos en películas y productos audiovisuales dirigidos a un público general. Sam Peckimpah abrió un camino por el que han ido muy lejos Tarantino, Lars Von Tiers e inclusive Mel Gibson. Pero nada de lo que han hecho estos directores es equiparable en su crudeza mayúscula a las brutales heridas, las mutilaciones y las decapitaciones que se multiplican hasta la nausea en los capítulos de Spartacus y cuyo estremecedor efecto es potenciado por los primerísimos primeros planos y el uso de la cámara lenta. En realidad son efectos visuales ciertamente extraordinarios aunque no lo parecen. Y que además se sitúan en un discurrir narrativo completamente distinto del característico de la serie de películas dedicadas a Rambo/Sylvester Stallone y de todas sus variantes y secuelas. En ellas prima un maniqueísmo rampante que enfrenta a un héroe tan invencible como invulnerable a nutridas legiones de comunistas y terroristas a los que ametralla sin piedad e impunemente causándoles innumerables bajas. En cambio en Spartacus el maniqueísmo ha sido sustituido por una auténtica moral de señores - de señores romanos esclavistas para ser precisos - quienes se sitúan decididamente más allá del bien y del mal, como lo prueba la desenvoltura con la que exponen y realizan sus deseos, pasiones e intereses sin someterse a ninguna moral de raíz cristiana y menos aún a la moral puritana. Esa que, encarnada inicialmente en Código Hayes se impuso en su día a Hollywood y hoy sobre el conjunto de la producción audiovisual americana, incluida la directamente asociada al show business. Para ese puritanismo la sola existencia de Spartacus representa un desafío, que probablemente ha admitido a regañadientes solo porque se emite por canales de pago y por lo tanto bajo la responsabilidad de los suscriptores de los mismos. Quien paga manda.
La serie concede por lo demás un papel crucial al circo donde los gladiadores luchan a muerte, porque es el escenario privilegiado de una moral que antes que al prójimo ama al poder y a su ostentación y que en vez de compasión y misericordia siente desprecio por el gladiador que, aparte de ser tan débil o estúpido como para dejarse vencer, es lo suficientemente indigno como para implorar que le perdonen la vida. Cierto: este paradigma moral no es asumido de la misma manera por las distintas clases que reúne el circo. Para los gladiadores es el lugar donde cumplen el destino de combatientes letales que abrazaron para librarse del todavía más duro e
ignominioso de esclavos en las canteras. Para los dignatarios y los señores es, en cambio, el lugar donde demostrar su poder y exhibir su impavidez ante el dolor y la muerte. Y para la plebe, el circo es el lugar donde deleitarse impúdicamente con el dolor y la sangre vertida por la crueldad ajena. Estas tres modalidades de relación despidada con la crueldad resultan sn embargo,y con independencia de sus evidentes diferencias, chocantes para el humanitarismo de los bien pensantes - como los calificaba Buñuel - que de lo único que parecen horrorizarse verdaderamente es de la crueldad.
El Espartaco de Kubrik apenas incursiona en la complejidad de estos dilemas morales porque prefiere concentrarse en la dimensión política de la historia del gladiador tracio que se rebeló y encabezó el más amenazante desafío que jamás lanzaran a Roma sus esclavos. Por eso, aunque aparece Batiato, el dueño de la casa de gladiadores a la que efectivamente perteneció Espartaco, su papel es secundario porque el drama lo copan en el lado romano las figuras de Craso, Marco Antonio, Pompeyo y Julio César, quienes aplazaran sus ambiciones y sus diferencias políticas con tal de unir fuerzas en el propósito común de aniquilar el formidable ejercito de esclavos de Espartaco. Y aunque Kubrik tampoco elude incluir en su película una historia de amor protagonizada por Espartaco - en respuesta a una exigencia sempiterna de Hollywood - esta historia está enteramente subordinada al propósito de narrar sobre todo la lucha a muerte de los esclavos de Roma por su liberación. La lucha que interesó a Howard Fast hasta el punto de escribir en los años 30 la novela sobre ella en la que se inspiró Kubrik, porque creyó que uno de los deberes de las revoluciones proletarias del siglo XX era recuperar la historia de esa lucha perdida y convertirla en ejemplar. Fast pensaba, como los fundadores de la Liga espartaquista alemana que los bolcheviques eran la encarnacion moderna de Espartaco.
El Spartacus televisivo elude, en cambio, esta dimensión histórica y política, que apenas evoca en el episodio final de la primera entrega, en la que Espartaco encabeza el motín de los gladiadores de Batiato que concluye con el degüello del propio Batiato, de su mujer embarazada y de todos sus sirvientes y guardianes. Demasiado poco para la escala monumental de la insurrección liderada por Espartaco quien, para más inri, es sustituido por un Spartacus que ofrece a lo largo de todos los capítulos de la primera entrega de la serie suficientes pruebas de que a él lo único que verdaderamente le importa es recuperar la esposa que le fue arrebatada por un comandante de las legiones. Que los motivos de la más grande insurrección de la Antigüedad queden reducidos al resentimiento de un marido frustrado en su deseo de reunirse de nuevo con su esposa es producto de una alquimia que muy probablemente irritaría a Fast tanto como a Kubrik pero que se comprende plenamente cuando se advierte que esa clase de reduccionismo es una característica crucial de la cultura americana. Por lo menos desde los años 20 del siglo pasado, cuando - según ha reconstruido Eva Yllouz en una investigación ejemplar – el gran capital optó por la estrategia de domesticar literalmente a una clase obrera levantisca transformando imaginariamente a la empresa en un hogar, al que sus trabajadores debían el mismo afecto y la misma fidelidad que la exigida habitualmente por la familia a todos sus miembros. Margaret Thatcher actualizó y reafirmó esta estrategia cultural, en el contexto de Europa y de la imposición urbi et orbi del paradigma neo liberal, cuando afirmó tajantemente que ¨ No existe la sociedad, sólo las familias y los individuos¨.



viernes, 26 de agosto de 2011

Los mercados: ¿ una alegoría sin imagen?



El País de Madrid ha tomado durante este verano la sorprendente decisión de revivir el género de la caricatura alegórica que vivió con Grandville - en ese Paris capital del siglo xix que tanto apasionó a Walter Benjamin - un momento singularmente intenso. Y la verdad es que yo saludaría esta iniciativa del diario madrileño, aunque fuese solo por lo que tiene de intempestiva, sino fuera porque sus resultados son poco o nada brillantes. Los textos de esta serie titulada Alebrijes, están firmados por José María Izquierdo y son demasiado alambicados para ser eficaces y las figuraciones debidas a Tomás Ondarra de esas criaturas de rostro humano y cuerpo animal en los que la pluma de Izquierdo convierte a los líderes políticos españoles tampoco resultan imaginativas o graciosas. Lo peor, sin embargo, es el contraste entre la pobreza de resultados de los Alebrijes y la originalidad y la fuerza persuasiva de la alegoría más socorrida de esta temporada: los mercados. La misma que copa páginas y más páginas de El País y de tantos otros diarios de América y de Europa, sean o no de referencia. ¡Los mercados¡:esas sí que son arpías o quimeras o como quiera llamárseles, cuya reunión verdaderamente demoníaca de rasgos y atributos disímiles y contrapuestos sobrepasa largamente la que pueda exhibir cualquiera otra alegoría imaginada por George Lucas o por los más audaces o retorcidos diseñadores de video juegos. El índice más claro de esta superioridad queda manifiesto cuando se piensa en las dificultades prácticamente insalvables que debe vencer cualquier intento de reducir los mercados a una imagen grafica redonda. Porque quisiera saber quién es el guapo capaz de acoplar en una única figura los atributos de una criatura que es tan terrible y omnipotente que con un solo gesto es capaz pone de rodillas a los gobiernos supuesta o realmente mas poderosos del mundo y que, al mismo tiempo, es tan frágil y asustadiza como una infanta de cuento de hadas, a la que le basta escuchar los rumores de una mala noticia para, presa del pánico, huir de los parqués de las principales bolsas del planeta. A esa incoherencia se suman otras igual de flagrantes, como la de que los mercados aman el riesgo y simultáneamente la estabilidad. O que no quieren que ningún gobierno los regule pero no vacila en exigir que los gobiernos, todos a una como en Fuenteovejuna, se coaliguen para sacarles las castañas del fuego, cuando hace falta. Una y otra y otra y otra vez, maníacamente como bien se sabe. Ante tal cúmulo de incongruencias es evidente que no tiene mucho que hacer Moloch, ese ídolo insaciable cubierto de sangre y de fango de los pies a cabeza, propuesto por Marx en mismísimo El Capital, como la representación más cabal del ominoso desembarco del capitalismo en el mundo. No niego que sea una imagen potente, intensa, pero me temo que peca de unilateral, de demasiado simple como para poder captar adecuadamente toda la gama de matices e incongruencias que caracterizan a los mercados. En realidad sólo podríamos aceptar como válida para los mercados la imagen marxiana de la cruel divinidad fenicia si fuéramos capaces de acoplar en una sola figura las distintas interpretaciones que históricamente se han hecho de la misma. Y podriamos empezar a componer este palimpsesto trayendo a cuento el desplazamiento operado por el romanticismo del padre por el hijo, de Moloch por Baal, que dio lugar entre otras obras al Dictionnaire Infernal de Collin de Plancy, cuya edición de 1863 incluyó una ilustración de Louis Breton en la que la ominosa divinidad aparece como una criatura con un cuerpo y unas patas regordetas de araña coronado por tres cabezas: la de un rey, la de un sapo y la de un gato. Tanta incongruencia parece sin embargo congruente con la incongruencia de los mercados y más si añadimos a la mezcla la convicción de los puritanos ingleses coetáneos de esa abigarrada imagen de que Baal tenía el poder de convertir en invisibles a quienes lo conjuran o invocan. Como le sucede actualmente a quienes son los más decididos agentes e intérpretes de los mercados que son invisibles o por lo menos incorpóreos. Y ya puestos en la tesitura de resolver por acumulación o perversa sumatoria el arduo problema de darle una forma visible y de alguna manera conclusa a a esa proteiforme alegoría que son los mercados, me atrevería a añadir la película del director ruso Alexander Sokúrov en la que Moloch toma cuerpo en Adolfo Hitler. Una identificación que para nada resulta disparatada si se toma en cuenta que el Führer es la encarnación del Mal por excelencia en esta época y que los hornos crematorios que en su día puso en marcha ofrecen una imagen de la atrocidad incomparable de sus delitos equiparable a la ominosa versión judeocristiana de Moloch, que durante siglos lo representó como un gigantesco ídolo de bronce, con una hoguera en el vientre, a la que se arrojaban los niños sacrificados para saciar su apetito insaciable de tiernas vidas humanas.
Sokúrov se aparta, sin embargo, de la ominipresente e incombustible iconografía hitleriana y ofrece en cambio en su película una versión domestica, intimista y hasta naif de un Hitler sorprendido por las cámaras en la intimidad de un finde en su retiro alpino de Berchstesgaden, compartido con su amante Eva Braum, con Joseph Goebbels y Ada y con Martin Bormann, su más fiel lacayo. J. Hoberman, en la reseña critica que escribió sobre esta película para Village Voice (07.11.1999), la calificó de relato de un ¨weekend de los amos del mundo, tal como habría podido ser imaginada por Jerry Seinfeld ¨ y de ¨ culebrón nazi interpretado por el propio Hitler ¨. Ese humorismo involuntario y zafio practicado en la intimidad por la cúpula nazi, a la vez que ofrece un buen ejemplo de la ¨ banalidad del mal ¨ convierte al horrible Moloch en el minúsculo Odradek, en un diablillo doméstico,en ese ovillo estrellado de retazos de hilo con patas imaginado por Franz Kafka, tan anómalo e inofensivo como ubicuo, que mueve sin embargo al gran alegorista de nuestra época a preguntarse si puede morir o si por el contrario ¨ ¿Bajará la escalera arrastrando hilachas ante los pies de mis hijos y de los hijos de mis hijos?. No hace mal a nadie –añade Kafka, en el papel de padre preocupado - pero la idea de que pueda sobrevivirme es casi dolorosa para mí¨. Los mercados también son esa recurrente anomalía doméstica y aparentemente inofensiva que asedia permanentemente nuestros hogares y cuya posible eternidad nos resulta sin embargo francamente dolorosa.




lunes, 15 de agosto de 2011

La crisis como obra maestra del suspenso.

De soap opera calificó Noam Chomsky el espectáculo político que durante semanas centró la atención de los media tanto en América como en el resto del mundo y cuya trepidante dosis de suspense fue garantizada desde el comienzo por el anuncio terminante, inapelable, apocalíptico de que si el 2 de agosto el congreso americano no aprobaba una ampliación del límite de la deuda pública el gobierno americano no podría al día siguiente pagar ni los recibos de la luz y el mundo entero - y no solo América - se vendría abajo irremediablemente. ¡ El fin del mundo¡ ¡ El Armagedón¡: la catástrofe tantas veces imaginadas y de tantas formas distintas por el cine de Hollywood trasformada por fin en una amenaza absolutamente real: la enormidad del mundo desplomándose íntegramente sobre nuestras pobres cabezas. ¿Qué va a ser de nosotros Oh Señor?, implorábamos en silencio hasta en los rincones más apartados del planeta. Afortunadamente el Señor nuestras plegarias fueron y el mundo no se derrumbó: los buenos - o sea los muy abnegados y siempre moderados encabezados por Obama, ese Cristo Negro que siempre pone la otra mejilla - cedieron a las exigencias de los malos - en este caso los del Tea Party, esa criatura, ese Frankenstein de la cadena FOX de Rudolph Murdoch - facilitando así un acuerdo que salvó a América, y con ella al mundo, de su destrucción muy pocas horas antes de que se precipitara en el más profundo de los abismos. La tragedia inconmensurable quedó de repente reducida a simple opereta o, si se prefiere ser menos drástico, a una dramedy, o sea a esa mezcla de drama y de comedia puesto en boga ahora por Hollywood, con un final feliz tan soso que alivio milagrosamente las penas que nos había hecho sufrir.
Pero la alegría duro poco. Standard % Poors- que forma, junto con Fitch y Moodys, el trío de inapelable agencias de rating que en la trepidante narrativa de la crisis cumplen un papel de agoreras tan siniestras como el de las tres brujas de Mabecht - le quitó una de las A a la calificación AAA de los bonos del Tesoro americano por primera vez en su historia e inmediatamente después fueron las bolsas y no el mundo el que se vino abajo. Como que en apenas cinco días 2, 5 billones de dólares del mercado de valores se evaporaron literalmente en el aire. El pánico regresó entonces de forma tan violenta a la escena que el conocido analista Alan Beattie encabezó su análisis de coyuntura en el Financial Times con el título de Week of the living dread (06-07.08.11), y explicó lo que estaba sucediendo en las finanzas internacionales en términos de una película de terror, ¨en las que hay que preocuparse de veras – afirmó - cuando todo está demasiado silencioso¨, ¨ como lo estaba el mundo económico hace tres meses ¨, antes de que irrumpiera una auténtica ¨ procesión de vampiros ¨ , la economía americana se aletargase como si ¨ hubiera sido mordida por un zombie ¨ y la sangre de los países de la eurozona ¨ comenzara a ser drenada por una banda de ¨veloces y despiadados vampiros¨. ¨ Pero quizás lo más preocupante de todo – remató Beattie – es que Fuerzas de la luz – armadas con balas de plata, machetes de decapitación y poderosos antibióticos – están dispersas o desorganizadas, cuando no completamente ausentes¨.
En esas estábamos: rogando a los dioses para que la malvada Ángela Merkel, la canciller que llegó del frio, dejara de impedir con sus mezquinas reticencias que los luminosos héroes de la estabilización fiscal pudieran cargar como es debido sus armas con las mágicas balas de plata de las reformas y los recortes, cuando inopinadamente una patrulla de la policía británica mató a tiros a un delincuente afro de poquísima monta y el fuego vetusto de la insurrección ardió de nuevo en los barrios ingleses más castigados por la economía que defendemos con tanto empeño. El festín de los vampiros se transformó en una noche de Walpurgis. ¡Qué amenazante sorpresa¡
Confieso mi admiración y mi espanto por el extraordinario papel que están cumpliendo géneros como la soap opera y el cine de terror en la composición de las impactantes narrativas multimedia con las que los medios de comunicación hegemónicos están articulando e interpretando la información sobre el curso de una crisis que un día dan por muerta solo para resucitarla al día siguiente. Como si fuera un zombie, un auténtico muerto viviente, cuyo papel en nuestras vidas no es otro que el aterrorizarnos y hacernos perder la cabeza hasta el punto de permitir que los bancos asalten nuestro legado común sin que apenas nos demos cuenta.