jueves, 28 de marzo de 2013

El toro y la extinción del deseo.



Llegué a esta inquietante conclusión mientras visitaba la más reciente exposición de Jutta Pfannenschmidt (09.03.13), fotógrafa tan sorprendente como subrepticia. La  componía la serie de espléndidas fotografías hechas por ella en el parque de la Dehesa de la Villa de Madrid, en las que la luz  de los diáfanos cielos velazqueños de la capital de España aparece virada al sepia, como lo estaba la luz inverosimil de los daguerrotipos tempranos que Walter  Benjamin intentó vanamente convertir  en un argumento contra la objeción a la totalidad de la fotografía formulada en su día por Siegfried Kracauer. La opción de Jutta por esa luz deliberadamente arcaica me trajo a la cabeza en primer lugar el bosque encantado  habitado por los duendes, los elfos y las hadas que lo exaltaban al rango de locus  privilegiado  de una vida que nuestra época – reducida a extremos inadmisibles de simplificación por el cálculo inapelable del capital financiero -  no puede sino calificar de sobrenatural. O de puramente imaginaria.
Sólo que sobre esas imágenes intempestivas de la dehesa - que es lo que queda del bosque primigenio que el rey Alfonso VII de Castilla cedió en el siglo XI al Ayuntamiento de lo que entonces no eras más que la villa de Madrid – Jutta ha superpuesto una y otra vez la imagen de un toro de lidia. Ese paradigma de la belleza animal y la virilidad irrefutable, que fue el objeto del deseo más ardiente de Pasifae, la mujer del rey Minos, que se ocultó en la seductora réplica de una vaca con el fin de que el toro blanco que enseñoreaba en los establos de su marido la poseyera hasta el grito, el desgarro y el desquiciamiento. El hijo de esa cópula - tan contra natura como son todas las cópulas - fue el horrendo Minotauro, que el rey encerró en un inextricable laberinto, hasta que lo mató Teseo, el ateniense, con la complicidad de Ariadna, la hija rebelde de Minos. Ignoro si Jutta - que es una alemana que vive en Madrid-  es o no aficionada a la fiesta brava y si se deja atrapar o no por la atracción fatal que ejerce sobre tanta gente el castigo mortal al deseo salvaje que el arte del toreo escenifica y enmascara. De lo que en cambio estoy convencido es que el toro que ronda por sus turbadoras fotografías, no se prepara en la dehesa para afrontar con entereza el más cruento  sacrificio ni para alguna cópula brutal con las siempre voluptuosas hadas del bosque. No, del toro que fue la más apabullante  encarnación del deseo mediterráneo, no queda más que un fantasma incorpóreo que deambula felinamente por el pinar desaforado donde no parece haber un sitio para él y menos para la claudicación de su deseo.