viernes, 25 de septiembre de 2015

El Museo Reina Sofía mira al Oriente.



El Museo Reina Sofía ha puesto por fin su mirada en Oriente de donde nos trae ahora dos artistas completamente distintos. La histórica Nasreen Mohamedi  y el contemporáneo Danh Vô. La primera - que inauguró el martes (22.09.2015) su exposición en las salas del Sabatini-  encaja en la línea de recuperación de modernidades excéntricas promovida por Manuel Borja Villel y de la que se han beneficiado en el Reina Sofía sobre todo los históricos del arte moderno latinoamericano. Y de la que ahora se beneficia Nasreen Mohamedi, una extraordinaria pintora moderna a la que se le negó o escatimó en vida el reconocimiento internacional debido a que ella era india y encima mujer, en una época en la que los circuitos artísticos occidentales no prestaban atención ni siquiera a figuras tan centrales, tan indispensables como Louise Bourgeois. O entre nosotros, la propia Elena Asins, igual de postergada, que obtuvo el reconocimiento que merecía gracias a una gran retrospectiva en el Reina Sofía que, aunque relativamente tardía, afortunadamente le llegó en vida. Y si menciono a Elena no es solo para equiparar su postergamiento con el de Nasreen sino también para subrayar que la orientación geométrica y el exquisito refinamiento formal de su obra es perfectamente equiparable con el  que caracteriza la obra de Nasreen Mohamedi, al punto que me siento tentado a aventurar la tesis de que han sido las artistas mujeres las que con mayor acierto han convertido al arte abstracto en la mejor, en la más sublime, de las músicas calladas, que diría José Bergamín de otros refinamientos y sublimaciones.

 
Otro aspecto que comparten Nasreen Mohamedi y Elena Asins es un cierto cosmopolitismo moderno. Ambas, aunque en fechas distintas, tuvieron experiencias formativas en las capitales culturales de Occidente. Elena Asins en Colonia y en Nueva York y la india en Londres y Paris. La
experiencia internacional de Danh Vô es sin embargo tan distinta de la que compartieron Elena y Nasreen que apenas tiene sentido calificarla de << cosmopolita>>. Si acaso de <> o de <>, que es como prefieren llamar al actual interconexión del planeta los siempre puntillosos medios culturales y mediáticos franceses.

Danh Vô no ha ido simplemente de un país a otro para enriquecer la experiencia de vivir y trabajar en el suyo sino que él mismo está hecho hasta los tuétanos por el nomadismo y la desafiante ruptura de fronteras. Él es en origen un niño como los de la Boat people, que  fue rescatado del mar por un carguero de la empresa naviera Marks, terminó viviendo en Dinamarca, la sede oficial de esta multinacional del transporte marítimo. Allí los funcionarios de inmigración le dieron el nombre que actualmente ostenta y allí los mayores de su familia cultivaron la nostalgia irremediable por un país que ya nunca podrían recuperar. Danh Vô se hizo danés, dentro de lo que cabe, y realizó los estudios de arte que completaría en Alemania antes de que el temprano reconocimiento de su trabajo le permitiera incorporarse a la legión de artistas que protagonizan la actual globalización del arte contemporáneo. 


De hecho él vive y trabaja en Berlín y la primera vez que vi una instalación suya fue en la bienal de Venecia de 2013 - ese Palazzo Enciclopédico curado por Massimiliano Gioni - y este año ha repetido la cita véneta  exponiendo en el pabellón de Dinamarca. Y aunque estas y otras instalaciones suelen apuntar en direcciones muy distintas a mi me ha interesado sobre todo la que, bajo el titulo de We the People, emplazó en distintos lugares de Nueva York. El núcleo de la misma consiste en una réplica a escala natural de la Estatua de la libertad hecha en finas láminas de cobre que él mandó a fundir en Shanghái, un dato no es para nada irrelevante.


 Resulta, por el contrario, decisivo a la hora de interpretar este trabajo suyo como una puesta en escena de la globalización y al mismo tiempo como un comentario irónico al estado actual de las relaciones entre los dos gigantes que tutelan nuestra época: China y Estados Unidos de América,  entre la patria de la libertad (de empresa) y el disciplinado taller del mundo del que tanto se han beneficiado las mega empresas americanas, aunque no solo ellas. E incluso se puede ir más allá y leer esta pieza como la comprobación descarnada de hasta qué punto los chinos son capaces de convertir al más prestigioso símbolo de Occidente en poco menos que bisutería. Que de ese tema de la banalización de la historia debido a la entronización de sus fetiches es, en realidad, de lo que trata el arte de Danh Vô, el danés que es danés solo porque Dinamarca ya no es propiamente Dinamarca.

 

domingo, 13 de septiembre de 2015

Anish Kapoor chez Le Cobusier.




Se cumplen 50 años de la muerte de Le Corbusier y para conmemorarlos los dominicos del convento de La Tourette han organizado una exposición de Anish Kapoor que encaja bien en el proyecto de Ralph Rugoff - el curador de la actual edición de la bienal de Lyon - de revisar el legado de una modernidad que según él sigue viva y actuante. Yo visité la bienal y el  convento la semana pasada y pude comprobar que, al menos está exposición, confirma la tesis de Rugoff en un punto crucial: el de la búsqueda de medios de generar experiencias puramente sensoriales, compartida tanto por el padre fundador del <> en arquitectura como por el escultor que ha desempeñado un papel destacado en la deriva posmoderna de la escultura. La Tourette es ciertamente un resultado sobresaliente de la aplicación de los cinco principios que rigen la arquitectura de Le Corbusier, al tiempo que su templo es un magnífica demostración de que el arquitecto suizo ya por entonces había  emprendido camino de la exploración a fondo de los efectos sensoriales producidos por la luz, tanto solar como artificial, sobre los volúmenes, los colores y las texturas  del espacio construido. A cualquier  descripción  que se pretenda objetiva siempre le faltará la poesía exigida por la transmisión, en un medio tan en blanco y negro como es la escritura, de la intensidad sobrecogedora de sentirse dentro de ese prodigio que es el templo de La Tourette. Que ofrece tan señalada experiencia gracias una nave central  cerrada por altísimos muros de cemento visto, desprovistos de cualquier decoración que no sea la ofrecida por la desnudez de un hormigón armado que conserva las huellas del encofrado. La sabia distribución de las ventanas, que no son otra cosa que vanos que cortan horizontalmente la verticalidad de los muros  para modular de manera insólita  el ingreso de la luz.

                         
El juego de planos del suelo que converge en la plataforma ligeramente excéntrica donde se alza los volúmenes articulados del altar. Y el contrapunto puesto por una nave lateral iluminada por dos lucernarios de planta circular y paredes pintadas de amarillo y de azul por donde entra  a plomo la luz incandescente del medio día en los alpes franceses.  

 
El resultado de estas y de tantas otras decisiones de diseño es un espacio que aún con todo su complejo juego de planos, volúmenes e inagotables matices invita a la plegaria y el silencio. Y a la elevación espiritual. O por lo menos eso fue lo que probablemente sintió Kapoor cuando decidió colgar del altísimo techo y muy cerca del suelo una pieza suya de metal bruñido con forma de corneta invertida a la que le dio el título de Aguja. Y no por las de hilar sino por las que habitualmente intensifican y prolongan el movimiento ascendente de las torres y campanarios de las iglesias.
Esta pieza es para mí el mayor logro de la exposición de escultor indio chez Le Corbusier. El resto de las piezas expuso, distribuidas entre las que funcionan como espejos distorsionantes, las que evocan las esculturas hechas con pigmentos de la primera etapa de su carrera y las que ahora son crudamente materiales, no lograron conmoverme. Y lo que es probablemente peor: no conmovieron ni un ápice la formidable y a la vez refinada arquitectura del convento.