miércoles, 29 de agosto de 2018

Destruir cuadros.Tachar libros.


Marusela Granell me cuenta que destruye por sistema los cuadros que pinta y tacha hasta el último renglón de los libros que lee. Ella que pinta y lee muchísimo. Y yo echo mano de la vulgata freudiana y le explico sin que me lo pida que lo hace porque está dominada por una pulsión autodestructiva que la lleva a destruir lo que más se ama, como sentenció Oscar Wilde.  Pero no ni ella ni yo quedamos satisfechos con esta explicación. Hay algo más en su gesto compulsivo que va más allá de lo meramente sicológico y que intento captar acudiendo al concepto de arte homeopático, del arte que intenta redimirse inoculándose dosis gobernables de la amenaza mortal le asedia.  En este caso, la muerte de la pintura, tantas veces anunciada y tantas veces desmentida, y que sin embargo sigue allí, encarnada por la voracidad de la sociedad del espectáculo que excreta todo lo que ingiere en forma de imagen. Lo hace a un ritmo tan vertiginoso que ni siquiera sus museos nos conceden la pausa indispensable para que la pintura pueda suscitar ese ámbito incorpóreo de intimidad en la que el pintor, el cuadro y el espectador se funden en una experiencia inefable, mística si se quiere.


El gesto destructivo de Marusela podría calificarse también de iconoclasta y hasta de ludista sino fuera porque ella rompe sus cuadros solo para pintarlos de otra manera. Elige restos minúsculos de los mismos, los escudriña minuciosamente y luego los fotografía y amplia enormemente. Quiere que también nosotros nos detengamos, les prestemos atención y fijemos en ellos la mirada, esa mirada pausada y reflexiva que en el panóptico contemporáneo parece completamente subyugada por la ojeada. Un propósito semejante la lleva a tachar los libros que ha leído e inclusive sus cuadernos de notas. Quiere que reconozcamos que la lectura es igualmente un acto inmersión y no de dispersión, personal y no colectivo y por personal intransferible, que  obliga a que cada quien emprenda por su cuenta y riesgo. A quien todavía atraigan los libros, que los busque, los lea y se sumerja en ellos.



lunes, 13 de agosto de 2018

La nostalgia y la obsolescencia.




  
 Si algo atrae de la película Kodachrome es su forma de confundir la obsolescencia y la nostalgia y de darle cuerpo a una quimera propia de nuestra época. La asociación contra natura de la técnica y del alma que es la quintaesencia de ese “fetichismo de la mercancía” que la fotografía exterioriza y modula con singular eficacia. Tal y como lo enseña este filme de Mark Raso, cuyo argumento está inspirado en una crónica publicada en el New York Times que daba cuenta del hecho de que en respuesta a la decisión de la Kodak de dejar de producir la película kodachrome el dueño de una tienda de fotografía de un pueblo perdido en el Medio Oeste americano la ofrece como el último sitio donde podrán revelarse por última. Un anuncio que desencadena una vario pinta peregrinación de nostálgicos que desde las cuatro esquinas del país viajan allí en busca de esa última oportunidad. Ben es en el filme de Raso uno de ellos. Interpretado apropiadamente por  Ed Harris, es un fotógrafo de guerra mundialmente famoso a quien el anuncio de su inminente muerte por cáncer es agravado por la de la noticia de la definitiva obsolescencia de un recurso técnico que utilizó con éxito a lo largo de su dilatada carrera profesional. Y que además es el soporte de una serie de fotografías hechas muchos años atrás contenidas en unos carretes que desde entonces están sin revelar.  La asociación entre la fotografía y la muerte - en la que tantos han insistido, empezando por Roland Barthes y Susan Sontag -  reaparece aquí con fuerza. El viaje que Ben emprende desde Nueva York  hasta ese pueblo remoto de Kansas - y que convierte al filme en una insólita road movie -  es también una lucha contra su propia muerte. Una manera de asegurarse la propia  inmortalidad burlando con un puñado de fotos que pretende inmortales la sentencia a muerte proferida por el cáncer. Y de burlar de paso a la obsolescencia de la clase de películas que las hizo posible. Pero las fotos son algo más, son carne y pasto de la nostalgia, como la que padece por la pérdida de su hijo Matt. A quién ha perdido no porque haya muerto sino porque  ha renegado tajantemente  de su padre debido al abandono al que los sometió a él y a su madre que solo a regañadientes se decide a acompañarlo en esa peregrinación desquiciada en busca del último revelado.  El reencuentro forzado con un padre moribundo actualiza los motivos del rencor insobornable del hijo que no son otros que los de una infancia que imagina más desdichada de lo que probablemente fue. El desde luego está entregado a los juegos malabares de la memoria, a las astucias que le permiten a la misma  proyectar las desgracias presentes al pasado o compensarlas imaginando por el contrario una infancia invariablemente feliz. El infierno o el jardín de las delicias. La fotografía, prueba evidente de lo que fue, se presta a estos juegos imaginarios. Es la técnica que reduce la imaginación a la mirada solo para convertirse en un juguete de la mirada que solo ve lo que quiere ver. Pero no lo hace sin cobrar su precio. Atrapada por la fotografía, la mirada se impregna de su inexorable fatalidad y se carga de nostalgia. Se convierte en la mirada que da por irremediablemente perdido aquello que busca con más ahínco.


Al final Ben consigue revelar las fotografías que resultan ser las que hizo a su hijo cuando era niño. Y que por su luminosidad y la alegría de las expresiones, los gestos  y las poses de los personajes retratados se ofrecen como el testimonio aparentemente irrefutable del amor paterno y la felicidad familiar que Matt tan tercamente echaba en falta en su infancia. Matt acepta de hecho este testimonio y con su aceptación sella la reconciliación con su padre. Pero si con estos gestos consigue deshacerse del obstinado recuerdo de una infancia desdichada y reemplazarlos por el de una infancia feliz no consigue sin embargo librarse del asedio de la nostalgia. Porque la resurrección de esa infancia feliz es tan imposible como la salvación del kodakrome de la obsolescencia. Ella seguirá siendo objeto de un deseo irrealizable. El viaje de Ben en busca del último revelado resulta en definitiva tan vano como cualquiera de sus otros intentos de librarse de una muerte anunciada.