domingo, 16 de octubre de 2016

Doris Salcedo renueva el arte funerario.


Ya lo dábamos por muerto y confinado exclusivamente en esos cementerios decimonónicos que, como el emblemático Pere Lachaise de Paris, se resisten a la trivialización de la muerte y al desvanecimiento de las tumbas que rige en los llamados con frecuencia Jardines del recuerdo. Los cementerios en los que las lápidas y las cruces son tan discretas que apenas alteran o interrumpen la verde continuidad del prado y los árboles. Pero de repente aparece Doris Salcedo y nos dice con su obra que los muertos todavía merecen una digna sepultura, que no podemos dejarlos caer sin más en el olvido, que merecen que les recordemos y que hagamos pública y evidente la demostración de nuestro reconocimiento y de nuestra gratitud por la vida que nos dieron y que aunque sigue sin ellos está colmada por su ausencia. Y se lo dicho en primer lugar a los colombianos, que han padecido unas peores guerras que ha padecido el mundo en los últimos cincuenta años, si es que puede decirse que hay guerras peores que otras, si es que hay guerras que destaquen por sucias entre tantas guerras sucias. Guerras en las que el objetivo prioritario es la población civil propia y ajena y en las que se ha  invertido de manera tan clamorosa y perversa la proporción histórica de muertos entre los combatientes armados y los ciudadanos inermes que carece de sentido erigir monumentos a sus hipotéticos héroes o a sus soldados desconocidos. 
Si alguien merece una tumba, ha venido a decirnos Doris Salcedo, son las víctimas anónimas de la guerra: aquellas que solo aportan su número a esas estadísticas de la mortalidad que por abstractas nos dejan indiferentes. Y que ella solo toma en cuenta como un indicador de la dimensión colectiva de la tragedia que exige una respuesta igualmente colectiva. Como lo ha sido de hecho, en su diseño, realización e impacto, la performance Sumando ausencias, celebrada hace un poco en la Plaza de Bolívar de Bogotá.  

Soy consciente de que la paz en Colombia esta de nuevo en vilo, expuesta al albur de unas negociaciones que desde ya se prevén muy complicadas pero también lo soy de que jamás la alcanzará definitivamente si antes no se lloran los muertos y si antes no se curso al dolor causado por su ausencia. Entre tanto demos gracias a Doris Salcedo por indicarnos a todos y de manera tan conmovedora un modo ejemplar de hacerlo.        

viernes, 7 de octubre de 2016

DGF: los escenarios del desdoblamiento.



Es fama que Marcel Duchamp hizo la primera instalación de la que se tenga noticia. La hizo en Paris, donde convirtió la Exposición internacional del surrealismo (1938) en  una caverna iluminada por una sola bombilla y  con 1.200 bolsas de carbón suspendidas del techo. En el piso, un tapiz cubierto de hojas secas, hierbas y helechos y camas en las 4 esquinas. Y olía a café.  A mí esta autoría me deja sin embargo insatisfecho porque conozco lo suficiente la obra de la artista francesa Dominique González-Foerster como para sentir la imperiosa necesidad de buscarle a la misma un antecedente tan literario como lo son las intrigantes instalaciones de quien es considerada por Ana Pato la artista por excelencia  de “la literatura expandida”. Creo haberlo  encontrado en  La carta robada de Edgar Allan Poe,  precisamente porque le concede al espacio y al amueblamiento un protagonismo equiparable al que les concede el arte de la instalación. Los escritores solían realizar en sus obras descripciones de paisajes y jardines o de interiores palaciegos o domésticos, pero estos espacios nunca habían sido para ellos más que telones de fondo que situaban y  enmarcaban la acción de los auténticos protagonistas: los seres humanos.  En La carta robada en cambio el espacio se transforma en un componente absolutamente indispensable de la trama porque contiene la clave del enigma que articula el argumento y que sus protagonistas deben resolver. Un ministro del rey ha robado una carta y el prefecto de la policía de Paris, encargado de recuperarla, emplea muchas  noches en registrar su casa buscándola.  No se le escapa nada, ningún mueble, habitación, suelo o techo de la casa del ministro se libra de un registro exhaustivo que sin embargo no obtiene ningún resultado. La carta la encuentra Arsenio Dupin, el detective del relato, que revisa con otra
perspectiva la residencia del ministro. En lo que coinciden las dos pesquisas es en que ambas convierten la casa en un acertijo, en el que cada parte suya es vista como si contuviera la solución al enigma de la carta robada. Para ambas una silla no es una silla: es un indicio, un señuelo. Igual ocurre en las instalaciones de DGF que son también acertijos o fascinantes invitaciones a descubrir en todos y en cada uno de sus detalles qué es lo que está ocurriendo en ellas.

 
Las sillas tampoco son solamente sillas en las instalaciones que DGF ha realizado desde el inicio de su carrera artística, desde las intimistas Chambres en villes de los años 90 hasta las desplegadas en vastos proyectos expositivos como Tropicalia,  Expodrome, Nocturama, TH 2058 o Splendid Hotel, todos ellos realizados en este siglo.  En este último, por ejemplo, había 31 sillas mecedoras Thonet instaladas  en los diáfanos espacios del Palacio de Cristal de Madrid, cada una de las cuales tenía atado un libro.  Ante ellas las preguntas obvias eran: ¿qué hacen estas mecedoras aquí? ¿porqué las ha puesto la artista? ¿Y qué relación tendrán con los libros que  llevan atados?  Es igualmente obvio que ni yo ni nadie puede siquiera adivinar las respuestas que dieron a estas y a otras preguntas semejantes los espectadores. Pero en cambio sí que puedo- y puede quién lo desee - buscar las respuestas que el escritor Enrique Vila Matas dio a las mismas y que están incluidas en su libro Marienbad eléctrico (2016), crónica de su prolongada y fecunda relación con DGF. 

Respuestas que encajan mejor en el modelo de reacción apasionada a un estimulo que al de respuesta que aclara o despeja una incógnita. De allí que sean respuestas propias de un narrador dado a la elipsis y apasionado por las citas y las asociaciones que atraen a su vez nuevas asociaciones y citas. Las sillas mecedoras Thonet, con su aire decimonónico, trajeron a la memoria de Vila Matas al Splendid Hotel, aunque no al modelo original,  inaugurado en 1887 en Lugano, sino a la réplica del mismo nombre que existía en Cascais, el escenario elegido por Wim Wenders para rodar en 1982 El estado de las cosas.


Una película- confesará Vila Matas- que resultó clave para “nuestra generación” y que lo fue especialmente para él que se considera un cineasta inactivo. Como la propia DGF, que empezó su carrera artística en Grenoble, a finales de los 80 del siglo pasado, haciendo cortos y que en TH.2058 - la exposición que convirtió la Turbine Hall de la Tate Modern en el refugio de las víctimas de un Londres anegado por una lluvia interminable - estrenó The Last picture, un vertiginoso collage cinematográfico que es ante todo un homenaje a Godard y a Chris Marker.     
Splendid hotel le recordó a Vila Matas además a otro hotel y a otra película: So long at the Fair (1950), que narra la historia de dos hermanos que viajan a Paris a visitar la exposición universal de 1896 y un buen día uno de ellos desaparece misteriosamente sin dejar el menor rastro. Se alojaba, como su hermana, en el hotel Licorne, en la habitación 19 para ser precisos. Número que a Vila Matas le resultó tan atrayente que deseó que DGF lo hubiera puesto a habitación tan transparente como inaccesible que ella instaló en el Palacio de Cristal. Su deseo no fue dicho en vano. El escritor y la arista, que coincidieron por casualidad en el vestíbulo de un hotel andaluz el 24 de diciembre de 2006, han mantenido desde entonces un dialogo alimentado por sus aficiones compartidas por el cine y la literatura y cuyo lugar habitual es el café Bonaparte de Paris. En el curso del mismo Vila Matas deslizó su querencia por la habitación del hotel Licorne señalada con el número 19 porque ella había sido el escenario de una desaparición enigmática y nunca resuelta. DGF tomó nota en silencio y en Dominique González-Foerster. 1887-2058, la mega exposición realizada este año en el Centro Pompidou de Paris, incluyó una habitación acristalada,  identificada con el número 19, cuya única llave la tenía Vila Matas. Resultó la más misteriosa de todas las estancias de una intervención que se extendía por la Galería Sud, la terraza y el jardín del estudio de Brancusi. Y que situaba al espectador ante paisaje e interiores tropicales o desérticos, de época o futuristas, biográficos o distópicos.
En Marienbad eléctrico hay un diálogo que permite entender la intensidad de la relación entre Vila Matas y González-Foerster:
“–Dime, ¿Por qué dos hablan para decir una misma cosa?
No sé si es ella o yo quien responde:
Porque aquel que la dice siempre es el otro”.
El diálogo confirma que ambos dan por buena la sentencia de Rimbaud: el Yo es Otro. Y expone además su corolario: la posibilidad de que el yo se transforme en otro, que es por lo demás la condición inexcusable de existencia del teatro, la literatura y el cine, los lugares o los medios donde se produce por sistema la transformación del yo en otro o lo que viene a ser lo mismo: la identificación del lector o del espectador con ese otro que es alguno de los protagonistas de la narración o el drama. O con el narrador o el director de escena, que desde la distancia mueve los hilos de la misma. Aquí está la clave del aire “literario” que se respira en las obras de de DGF y que tanto atrae a Vila Matas. Sólo que en dichas obras no hay personajes sino “una luz de ausencia” como sentencia el escritor catalán, por lo que el espectador se ve incitado a desdoblarse en el actor que interpreta en su imaginación al personaje que cree más apropiado para protagonizar la situación generada por cualquiera de las insólitas instalaciones de DGF. E incluso puede ir más lejos e inventarse una película. Como si fuera un director de cine o un novelista. Como lo es  Vila Matas, que desde hace años, escribe el guion de las películas que monta en su cabeza bajo el impacto de las instalaciones de DGF o del intercambio de experiencias, citas y recuerdos que mantiene con ella. Las suyas no son sin embargo películas al uso sino películas que nos dejan tan perplejos como los filmes y las instalaciones de DGF, que son siempre escenarios del desdoblamiento. Películas que, como El año pasado en Marienbad de Alain Resnais (1961), en vez de resolver acertijos los proponen.