viernes, 10 de agosto de 2012

Del fracaso como una de las bellas artes.


El título de esta entrada parodia el de un célebre ensayo de Thomas De Quincey con el deseo de enfatizar la relación entre el arte y el fracaso que es explorada por la exposición Hacer el fracaso con la que el artista Daniel Cerrejón participa en la nuestra Inéditos, dedicada a nuevos curadores y  abierta actualmente en La Casa Encendida.  Y con la que sin embargo no logró establecer ahora mismo una relación digamos equilibrada porque entre el momento en la que la visité y celebré algunas de las obras expuestas y el de escribir estas líneas se ha interpuesto la inesperada visión en la televisión  de We can´t come back home, la última película de Nicholas Ray, calificada habitualmente como un fracaso indiscutible. Sé que es un despropósito poner en el mismo plano a las obras de unos artistas, entre los cuales el único experimentado es Isidoro Valcárcel Medina,  con la película ambiciosa, intensa y desaforada con la que cerró su vasta filmografía de uno de los más grandes directores de la historia del cine. Pero, como ya dije, no lo puedo evitar, fascinado como estoy por un film en el que Ray hace cine con su propio fracaso vital. Y no con el fracaso de los demás, que había sido una impronta de su filmografía cargada de perdedores y marginados, entre los que para mi resulta más atrayente esa vieja gloria del rodeo que sumida en el olvida sólo intenta volver a casa en la memorable In a lonely place. En WCCBHA en cambio Ray vira la cámara sobre sí mismo y se expone  audazmente a protagonizar delante de ella su propio fracaso, rodando una película con sus alumnos de la escuela de cine del Harpur College de Binghamton, en el Estado de Nueva York. La oportunidad  se la dio la invitación que le cursó en 1971 el flamante  Departamento de cine del dicho College que él acepto de inmediato convirtiendo el ejercicio de pedagogía al que se le convocaba en el proyecto de rodar un filme con sus alumnos a los que, además, apartó de las aulas y reunió en una casa situada fuera del campus para convivir con ellos en una auténtica comuna. Esta última decisión entroncaba evidentemente  con el espíritu de la época, profundamente marcado entonces por la oposición a la Guerra del Vietnam y por el extraordinario movimiento contra cultural estimulado por dicha oposición y para el que la vida en comuna era la manera de llevar a la práctica, aquí y ahora, el  rechazo radical al individualismo tout court, agresivo, posesivo y depredador dominante en la sociedad americana. Y fuente en última instancia, según los profetas de la contracultura, de su propensión endémica a la violencia y a la guerra. Pero la comuna fue también para Ray un medio de sumergirse de cuerpo entero en el estado actual de una juventud a la que había ofrecido un espejo trágico en la figura de James Dean, el protagonista de Rebelde sin causa.
Él debió entender en el momento de emprender su insólito proyecto fílmico, que los jóvenes americanos de los 60/70 ya no estaban fijados en la relación conflictiva con sus padres que marcó a la generación precedente sino que intentaban abandonar esa fijación y abandonar la casa familiar para poder asumirse en su enfrentamiento con el establisment como los auténticos protagonistas de la segunda y siempre aplazada revolución americana.  Y es tal vez por esta razón por la que Ray, deseoso de comprender profundamente la actitud vital y los motivos de esta nueva generación, decidió convivir con sus alumnos y realizar conjuntamente con ellos una película absolutamente ajena a los códigos de Hollywood que tan bien conocía y dominaba, arriesgándose a explorar caminos que todavía eran inéditos en los ámbitos del lenguaje cinematográfico.  De allí que no sorprenda ahora que las imágenes que incorpora la película de acontecimientos políticos como el juicio a los 8 de Chicago, el asesinato del líder de las Panteras Negras Fred Hampton o las numerosas manifestaciones de protesta que entonces se sucedían con extraordinaria frecuencia, no se contextualizan ni se intentan aclarar  los de los lenguajes político y cinematográfico dominantes sino en los del insólito  lenguaje visual que Ray va elaborando sobre la marcha con el propósito de expresar de la manera más apropiada posible el carácter de una generación que pretendía  cambiar la vida cambiando radicalmente las formas heredadas de vivirla. De actuarla, de pensarla y de juzgarla.  Y fue en ese intento de acuñar ese nuevo lenguaje, fragmentando hasta el sinsentido la narración y yuxtaponiendo en la pantalla las imágenes generadas por las cámaras de 35, 16 y 8 mm, así como por las de vídeo y de Super 8, donde Ray jugó entero y donde, según la mayoría de sus críticos, fracasó. Quizás sea cierto, quizás tengan razón y WCCBHA no sea más que un grandioso fracaso. Pero no me cabe duda de que este fue uno de los fracasos artísticos más fértiles de los que yo tenga noticia.