miércoles, 10 de octubre de 2012

Manifesta: el arte recupera la historia.

Ha cerrado sus puertas la más reciente edición de Manifesta (30.09.12), la bienal nómada o portátil si se quiere, que desde su primera edición se propuso circular por Europa como si fuera un circo de los de antes, siempre en busca de una nueva ciudad donde montar su extraordinario espectáculo. Por eso, por su ubicuidad, ha sido la bienal por excelencia de la bienalización, el ejemplo más diáfano del nomadismo que la bienalizacion ha compartido con la globalización. Manifesta ha sido la bienal siempre dispuesta a satisfacer el deseo de tantos países y ciudades europeas de incorporar una prestigiosa bienal de arte contemporáneo a su oferta cultural. De hecho yo he asistido a cuatro ediciones de la misma: una en San Sebastián, otra en el Trentino y el sur del Tirol, una tercera en Murcia y por último a esta última, celebrada en Genk, en la Bélgica flamenca, donde Manifesta, a contravía de su historial trashumante, ha tocado literalmente tierra. Y no es que antes no hubiera intentado compensar su carácter itinerante esforzándose por establecer diálogos e intercambios simbólicos con los territorios que la acogían, pero en esta oportunidad ha ido más lejos que nunca en esta direccion y literalmente se ha enterrado. El título elegido por un equipo curatorial encabezado por Cuauhtémoc Medina anticipaba la orientación hacia las profundidades: The Deep of the Modern, La profundidad de lo moderno, buscada por la bienal allí donde la modernidad buscó y halló su primera y principal fuente de energía: el carbón. Porque la primera revolución industrial, la revolución que por primera vez tuvo lugar en la Inglaterra de la segunda mitad del siglo xviii, es impensable sin el carbón que movió las máquinas de vapor y los altos hornos donde se fundieron el hierro y el acero con los que se construyeron dichas máquinas. Por esta razón floreció Genk, una pequeña ciudad belga que, como toda la región de Limburg de la que forma parte, estuvo dedicada a la minería del carbón a lo largo del siglo xix y primera mitad del siglo xx. Sin embargo, de aquella dedicación absorvente hoy apenas queda nada. Alguno que otro vestigio, como las enormes instalaciones de la mina Waterschei, abandonadas sin remedio durante décadas hasta que la bienal las eligió como la única sede de esta edición suya. Y cuya arquitectura fabril, aparejos y gigantescas grúas herrumbrosas fueron aprovechadas inteligentemente por Medina y su equipo para anclar firmemente la Manifiesta en el territorio de Genk y en su historia. Que no es solo suya sino que es también una historia compartida con el resto de las regiones dedicadas a la minería del carbón durante la época de las revoluciones industriales de Europa y América. De hecho, una de las tres secciones de esta edición, la de Arte histórico precisamente, reunió un importante conjunto de pinturas y esculturas realizadas a caballo entre los siglos xix y xx dedicadas a reflejar o documentar el trabajo en las minas de carbón y la dura vida de los mineros, de sus mujeres y sus familias. Pero la curaduría hizo más y reinterpretó algunos de los hitos de la historia moderna en clave minera por decirlo de alguna manera. Por ejemplo, la instalación de sacos de carbón colgados del techo con la que Marcel Duchamp participó en la exposición surrealista de 1938 en Londres, reconstruida en una de las salas de Waterschei, ofrecía posibilidades renovadas de percepción e interpretación. Y la propia figura de Mies van der Rohe, el maestro por antonomasia de la más diáfana arquitectura del acero y el cristal, se enturbiaba cuando se le descubría en esta edición como el diseñador de la sección del Departamento de Minería del III Reich en la exposición Pueblo alemán- Trabajo alemán, realizada en Berlín en 1934.

La conexión del arte con una etapa crucial de la historia del capitalismo, así como de su presente con su pasado, son las lecciones más importantes ofrecidas de esta edición de Manifesta. Que por esta misma razón ha sugerido el curso que debería seguir el arte contemporáneo si quiere renovar en serio la estrategia de oponer a la privatización de la política la politización de la vida privada, que ya da signos evidentes de agotamiento.

miércoles, 3 de octubre de 2012

Los años 30 en el Reina: la paz del museo.

El cuadro Guernica de Picasso cumple 75 años de pintado y el Museo Reina Sofía lo celebra con una exposición (04.10.12) cuyo título Encuentros con los años 30 resulta tan anodino como revelador. Y todavía más después de escuchar en la rueda de prensa de presentación de la misma a Jordana Mendelson, la cabeza del equipo curatorial, explicando los motivos por los que eligieron dicho título. ¨Los años 30 fueron una época de encuentros: de los artistas entre sí y de los artistas con el pueblo¨, se atrevió a decir para referirse a la que fue probablemente la década más conflictiva del siglo pasado. ¿ Encuentros de los artistas entre si? ¿Cuando todos los artistas estaban a la greña entre sí: los futuristas contra todos al igual que los surrealistas, los constructivistas, los abstractos, los muralistas mexicanos… etcétera, etcétera?. Y eso sin contar que ya De Stijl se había dividido porque unos cuantos de sus integrantes se había atrevido a violar el dogma y utilizar la diagonal en sus cuadros y que George Bataille y su grupo se escindieron de de los surrealistas y que el resto de los surrealistas echaron de la cofradía con malas maneras a Salvador Dalí. Y en medio de todas esas turbulencias Picasso dejándose querer de todos y no casándose con nadie. En fin, que las vanguardias artísticas de esos años protagonizaron unos enfrentamientos tan arduos y enconados que hoy, en esta época del vale todo y de un eclecticismo que no se atreve a decir su nombre, nos parecen francamente incomprensibles. Y qué decir de la década misma, inaugurada por la crisis económica más grave y devastadora padecida hasta entonces por el capitalismo mundial a la que siguieron el (ir)restible ascenso de Adolfo Hitler al poder, la invasión de Etiopia por la Italia fascista, la Guerra Civil Española, las demoledoras purgas estalinistas, la guerra chino japonesa y para rematar el estallido de la Segunda Guerra Mundial en septiembre de 1939. ¡Demasiados desencuentros insalvables para tan pocos años¡

Pero el problema con esta exposición no se reduce al simple desacierto de su titulo. Ese desacierto en realidad es un síntoma de la voluntad de apaciguamiento que domina esta exposición de cabo a rabo. En ella, y tras el calificativo anodino de ¨ encuentros ¨, ha desaparecido el ruido y la furia de aquellos años trágicos y sólo resta el silencio con el que se exponen una al lado de la otra obras de arte que ya no son más ¨ armas de combate sino barricadas contra el tedio¨, como dijo algún poeta de la vida. Y quizás esta situación sea inevitable, quizás esta paz de la sepultura que se concede inclusive a las obras de los conflictos mas intensos sea la única misión posible del museo, por mucho que Manuel Borja Villlel se haya destacado como director durante estos años precisamente por defender que el papel del museo contemporáneo es reactivar políticamente el pasado, impidiendo que la historia lo clausure lapidariamente. Me temo sin embargo que esta exposición es el despertar del sueño imposible de convertir al museo en un medio privilegiado de la acción política insumisa. Esa que hoy se despliega impetuosamente en la calle y en la red y en una coyuntura mundial que vuelve a ser de la peor crisis y las más atroces guerras.



El profeta y el lírico.




Se llama Circo de noche y es el libro de poemas más conmovedor que leído en mucho tiempo. Su autor es José Emilio Pacheco, un escritor que no suele ahorrarnos la crueldad y la dureza de este mundo y que en este libro desde luego no la ahorra. Su circo es un circo despiadado que, como un espejo deformante, nos devuelve la imagen más cierta de nuestra patética condición  y nuestras chillonas ilusiones de cartón piedra. Como parece igualmente de cartón piedra el circo que Vicente Rojo se ha esforzado en representar  por medio de las esculturas que ahora se distribuyen  por las salas desnudas de la galería Freijó Fine Art de Madrid. Esculturas o maquetas o modelos a escala de los muchos mundos que se despliegan bajo la misma carpa de un circo y en las que el lugar del domador, las fieras, el trapecista, los payasos, los siameses, el contorsionista, el autómata o el ilusionista retratados implacablemente por Pacheco son ocupados por versiones muy alteradas de los figurines robóticos de Schlemmer. Inmóviles como estatuas en las arenas silenciosas de un circo vacío. Onírico, si se quiere. En las pinturas de Rojo que cuelgan de las paredes el colorido bronco de las esculturas ha sido sustituido por los refinados colores de unas composiciones abstractas cuyas curvas, diagonales, superposiciones y transparencias evocan sutilmente todo lo que de cinético, ingrávido e ilusorio tiene el circo. A José Emilio Pacheco lo domina  en su libro esa cólera de los profetas bíblicos a la que Vicente Rojo opone en silencio la íntima convicción de que la lírica obra el prodigio de doblegar a las fieras