Llegué a esta inquietante conclusión
mientras visitaba la más reciente exposición de Jutta Pfannenschmidt
(09.03.13), fotógrafa tan sorprendente como subrepticia. La componía la serie de espléndidas fotografías
hechas por ella en el parque de la Dehesa de la Villa de Madrid, en las que la
luz de los diáfanos cielos velazqueños
de la capital de España aparece virada al sepia, como lo estaba la luz inverosimil
de los daguerrotipos tempranos que Walter
Benjamin intentó vanamente convertir
en un argumento contra la objeción a la totalidad de la fotografía
formulada en su día por Siegfried Kracauer. La opción de Jutta por esa luz
deliberadamente arcaica me trajo a la cabeza en primer lugar el bosque encantado habitado por los duendes, los elfos y las hadas que lo
exaltaban al rango de locus
privilegiado de una vida que
nuestra época – reducida a extremos inadmisibles de simplificación por el
cálculo inapelable del capital financiero -
no puede sino calificar de sobrenatural. O de puramente imaginaria.
Sólo que sobre esas imágenes intempestivas de la
dehesa - que es lo que queda del bosque primigenio que el rey
Alfonso VII de Castilla cedió en el siglo XI al Ayuntamiento de lo que entonces
no eras más que la villa de Madrid – Jutta ha superpuesto una y otra vez la
imagen de un toro de lidia. Ese paradigma de la belleza animal y la virilidad
irrefutable, que fue el objeto del deseo más ardiente de Pasifae, la mujer del rey
Minos, que se ocultó en la seductora réplica de una vaca con el fin de que el
toro blanco que enseñoreaba en los establos de su marido la poseyera hasta el grito, el desgarro y el desquiciamiento. El hijo de esa cópula - tan
contra natura como son todas las cópulas - fue el horrendo Minotauro, que el
rey encerró en un inextricable laberinto, hasta que lo mató Teseo, el
ateniense, con la complicidad de Ariadna, la hija rebelde de Minos. Ignoro si
Jutta - que es una alemana que vive en Madrid-
es o no aficionada a la fiesta brava y si se deja atrapar o no por la
atracción fatal que ejerce sobre tanta gente el castigo mortal al deseo salvaje
que el arte del toreo escenifica y enmascara. De lo que en cambio estoy convencido
es que el toro que ronda por sus turbadoras fotografías, no se prepara en la dehesa
para afrontar con entereza el más cruento
sacrificio ni para alguna cópula brutal con las siempre voluptuosas
hadas del bosque. No, del toro que fue la más apabullante encarnación del deseo mediterráneo, no queda
más que un fantasma incorpóreo que deambula felinamente por el pinar desaforado donde no parece haber un sitio para él y menos para la claudicación de su deseo.
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