
Si algo atrae de
la película Kodachrome es su forma de confundir la obsolescencia y la nostalgia y de darle cuerpo a una quimera propia de nuestra
época. La asociación contra natura de la técnica y del alma que es la
quintaesencia de ese “fetichismo de la mercancía” que la fotografía exterioriza
y modula con singular eficacia. Tal y como lo enseña este filme de Mark
Raso, cuyo argumento está inspirado en una crónica publicada en el New York Times que daba cuenta del hecho
de que en respuesta a la decisión de la Kodak de dejar de producir la película
kodachrome el dueño de una tienda de fotografía de un pueblo perdido en el
Medio Oeste americano la ofrece como el último sitio donde podrán revelarse
por última. Un anuncio que desencadena una vario pinta peregrinación de
nostálgicos que desde las cuatro esquinas del país viajan allí en busca de esa
última oportunidad. Ben es en el filme de Raso uno de ellos. Interpretado
apropiadamente por Ed Harris, es un
fotógrafo de guerra mundialmente famoso a quien el anuncio de su inminente
muerte por cáncer es agravado por la de la noticia de la definitiva
obsolescencia de un recurso técnico que utilizó con éxito a lo largo de su
dilatada carrera profesional. Y que además es el soporte de una serie de
fotografías hechas muchos años atrás contenidas en unos carretes que desde entonces están sin
revelar. La asociación entre la
fotografía y la muerte - en la que tantos han insistido, empezando por Roland
Barthes y Susan Sontag - reaparece aquí
con fuerza. El viaje que Ben emprende desde Nueva York hasta ese pueblo remoto de Kansas - y que
convierte al filme en una insólita road
movie - es también una lucha contra
su propia muerte. Una manera de asegurarse la propia inmortalidad burlando con un puñado de fotos
que pretende inmortales la sentencia a muerte proferida por el cáncer. Y de
burlar de paso a la obsolescencia de la clase de películas que las hizo
posible. Pero las fotos son algo más, son carne y pasto de la nostalgia, como
la que padece por la pérdida de su hijo Matt. A quién ha perdido no porque haya
muerto sino porque ha renegado
tajantemente de su padre debido al
abandono al que los sometió a él y a su madre que solo a regañadientes se
decide a acompañarlo en esa peregrinación desquiciada en busca del último
revelado. El reencuentro forzado con un
padre moribundo actualiza los motivos del rencor insobornable del hijo que no
son otros que los de una infancia que imagina más desdichada de lo que
probablemente fue. El desde luego está entregado a los juegos malabares de la
memoria, a las astucias que le permiten a la misma proyectar las desgracias presentes al pasado
o compensarlas imaginando por el contrario una infancia invariablemente feliz. El
infierno o el jardín de las delicias. La fotografía, prueba evidente de lo que
fue, se presta a estos juegos imaginarios. Es la técnica que reduce la
imaginación a la mirada solo para convertirse en un juguete de la mirada que
solo ve lo que quiere ver. Pero no lo hace sin cobrar su precio. Atrapada por la
fotografía, la mirada se impregna de su inexorable fatalidad y se carga de nostalgia.
Se convierte en la mirada que da por irremediablemente perdido aquello que
busca con más ahínco.

Al final Ben consigue revelar las fotografías que
resultan ser las que hizo a su hijo cuando era niño. Y que por su luminosidad y
la alegría de las expresiones, los gestos
y las poses de los personajes retratados se ofrecen como el testimonio
aparentemente irrefutable del amor paterno y la felicidad familiar que Matt tan
tercamente echaba en falta en su infancia. Matt acepta de hecho este testimonio
y con su aceptación sella la reconciliación con su padre. Pero si con estos
gestos consigue deshacerse del obstinado recuerdo de una infancia desdichada y
reemplazarlos por el de una infancia feliz no consigue sin embargo librarse del
asedio de la nostalgia. Porque la resurrección de esa infancia feliz es tan
imposible como la salvación del kodakrome de la obsolescencia. Ella seguirá
siendo objeto de un deseo irrealizable. El viaje de Ben en busca del último
revelado resulta en definitiva tan vano como cualquiera de sus otros intentos
de librarse de una muerte anunciada.