lunes, 5 de diciembre de 2016

Las cenizas de Barragan



  
La cuestión son las cenizas. En ellas creo reconocer  el foco del acontecimiento desencadenado por la obra The Proposal  de Jill Magid debido a su capacidad de atraer sobre sí y cuestionar las reacciones generadas por irrupción de la misma. Tanto los efectivas como las potenciales. Para  escritores como Juan Villoro y para instituciones como el Vaticano las cenizas son los restos de un cadáver a las que se deben el mismo sagrado respeto y la misma veneración que se le tributan al cadáver. De aquí para ellos pesen sobre ellas todavía los restos del tabú y de la interdicción al toque y a la manipulación profana que en su día pesaron sobre los cadáveres de nuestros semejantes. Aunque no sobre los de nuestros enemigos. La interdicción que fue flagrantemente vulnerada en los campos de exterminio nazi, donde tanto los cadáveres como sus cenizas fueron sometidos sistemáticamente a  procesos de manipulación industrial con vistas a hacerlos productivas. Y que de hecho ha sido rediviva por Jill Magid aunque esta coincidencia no haya sido advertida por los críticos de la decisión de esta artista americana de transformar en un diamante o por lo menos en una piedra preciosa parte de las que fueron las cenizas del arquitecto Luis Barragán. Como tampoco ha sido advertida por los públicos muy probablemente ilustrados y escépticos que en Suiza o en los Estados Unidos de América han asistido a las exhibiciones de esta obra y que sin embargo  no se han tomado dicha manipulación “a la tremenda”- para decirlo en  términos que a tales públicos les podrían resultar muy apropiados. Estos públicos han preferido desplazar el debate y/o convertir en “tema de conversación” las cuestiones suscitadas por el papel de ese brillante cristal hecho de cenizas en los juegos de poder que se han dado en esta ocasión entre distintas soberanías.


La nacional: los archivos de Barragán son de México y no deberían salir de México. La corporativa: los archivos se pueden y se deben comprar libremente y llevar a donde estén más seguros  y rindan mayores beneficios. La individual: los archivos son de mi propiedad y con ellos puedo hacer lo que me plazca, incluido ofrecerlos como un presente o un regalo a quién yo quiera. Y desde luego la artística, que en este caso dobla irónicamente los gestos característicos de la soberanía individual transformando las cenizas de Barragán en una joya. Al igual que dobla el gesto corporativo, cuando ofrece intercambiar esa joya por el acceso franco a los archivos expatriados del arquitecto mexicano.
En este juego de soberanías lo que es obliterado u omitido son precisamente las cenizas en cuanto que no son cualesquiera cenizas sino las cenizas que restan del cadáver de alguien venerado por todas las partes implicadas. Y que sin embargo siguen allí porque, aunque hayan desaparecido como desaparece el paño en la misma levita en la que desaparece el trabajo del sastre, son ellas las que le otorgan sentido y gravedad a un juego que de otro modo no sería más que un simple juego. Como de Tronos. Gracias a los efectos innegables de su presencia omitida queda en evidencia que los juegos de soberanía son en últimas juegos mortales y que vivimos un estado en el que, a pesar declarada profesion de fe en los derechos humanos,  poco nos importa en definitiva el haber convertido a los cuerpos humanos en otros tantos reservorios de materias primas. En cenizas que podemos convertir en diamantes.
              

(Este comentario ha sido inspirado no solo por la obra de Jill Magid sino tambien y en buena medida por el magnífico artículo de Othiana Roffiel "Polvo, cenizas y arte" publicado en Artishock de diciembre 2016)

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