El retrato fotográfico marca una época histórica enteramente nueva en las arcaicas relaciones entre el alma y el cuerpo y más específicamente entre el alma y ese término singularmente privilegiado del cuerpo que es el rostro. Obviamente no puedo exponer aquí un análisis completo de las transformaciones introducidas por la fotografía en las relaciones entre el alma y ese ¨espejo ¨ de la misma que fue el rostro, por lo que, para cumplir con los fines de este comentario, me limitaré a señalar que el advenimiento de la fotografía contribuyó significativamente al ¨ desencantamiento del mundo¨. Y que lo hizo ante todo mediante la capacidad - diagnosticada tempranamente por Sigfried Kracauer en su ensayo sobre
La fotografía - de generar imágenes que reducen la densa e irreductible personalidad de alguien como la propia abuela de Kracauer a una ¨ figura impersonal ¨ expuesta al mismo anonimato inanimado del maniquí o de la muñeca. ¨La abuela en la fotografía es un maniquí arqueológico que sirve como ilustración de vestidos de época¨- sentenció adolorido Kracauer, refiriéndose a la foto que le hicieran en plena juventud a su abuela y que él recuperó de un álbum familiar, como muchos años después un Roland Barthes igualmente melancólico habría de recuperar de otro álbum familiar la foto de su madre que le inspiró la escritura de
La cámara lúcida. En ambos casos lo que estuvo en realidad juego no fueron solo los efectos melancólicos del reduccionismo fotográfico sino la capacidad del mismo de separar el alma del cuerpo con una radicalidad enteramente nueva. El retrato pictórico, con la suplantación del retratado por su imagen, amenaza de hecho el vínculo entre dos instancias cuya unidad indisoluble ha sido considerada in illo tempore como el requisito indispensable de la vida humana, aunque no solo de ella. Pero esta amenaza latente de escisión es conjurada por la capacidad verdaderamente milagrosa del retrato pictórico de (re)unir los rasgos físicos del rostro con el alma del retratado. El encanto indescifrable del retrato pictórico – reivindicado explícitamente por Kracauer - reside precisamente en su capacidad de animar lo inanimado, captando y fijando en la tela pintada la unidad indisoluble del
alma y el cuerpo tal y como la misma se presenta en un dado momento de la vida del retratado. Que de hecho pasa a tener otra vida, la del retrato, distinta de la suya propia, acontecimiento novelado ejemplarmente Oscar Wilde en su retrato de Dorian Grey. La fotografía falla sin embargo en la consecución de tan alto logro, sentenciaron - como ya dije - Kracuaer y Barthes, y en vez de retratos pictóricos lo que produce son el equivalente in- animado de los maniquíes o las máscaras. Sólo que ninguno de estos dos autores relacionó de manera sistemática este singular defecto con el advenimiento de una época que habría que calificar no solo de desencantada sino también de teatral, porque impone y generaliza una forma de individualidad o de subjetividad que se desdobla y multiplica inevitablemente en roles. Hoy – cuando las lecciones impartidas por Talcott Parsons sobre el individuo como interprete de un papel son un lugar común - estamos en mejores condiciones de las que estuvieron Kracauer y sus contemporáneos de entender que el indiviso yo cartesiano ha venido reduciendo cada vez mas su función a la de mero soporte de las máscaras que utilizamos para interpretar los más diversos papeles en los múltiples escenarios en los que se ha venido fragmentado el espacio social. Pero si en una sociedad difusamente teatralizada el teatro ya no puede ser el teatro de antes, sus máscaras tampoco pueden ser teatrales en el sentido tradicional y por lo tanto restrictivo del término. En realidad no son máscaras que ocultan un rostro cubriéndolo con la imagen estereotipada de cualquier alter ego sino que es el mismo rostro haciendo de máscara, confundiéndose con la máscara, siendo él mismo de máscara. Un rostro que ya no puede asumirse como el ¨ espejo ¨ fiel de un alma individualizada y sedicentemente inmortal sino que es mutante y transitorio y cuenta como único atributo duradero con esa disposición esencial a la mutación, que ha encontrado su imagen mas apropiada en la fotografía de Aziz + Cucher titulada
María, en la que vemos a una mujer joven, caucásica, de cabello largo y negro a la que los artistas le han borrado los ojos, las fosas nasales y la boca, dejando su rostro irreconocible y al mismo dispuesto a que sobre él se modelen los rasgos que podrían concederle como a cualquier rostro carácter, expresión, identidad. Que se modelen y que luego otra vez se emborronen.
El retrato fotográfico es utilizado todavía por las autoridades policiales como garantía de la identidad individual a despecho no solo de que esa garantía es cada vez más incierta sino de que las identidades individuales que de ese modo se pretende fijar y perpetuar son cada día más inconsistentes y efímeras.
La artista cubana Marta María Pérez-Bravo reivindica una tradición que resulta anacrónica o por lo menos intempestiva para aquella en la que se inserta el individualismo moderno como culminación y conclusión de la misma. Su tradición es a la que se deben la santería cubana, el vudú haitiano o el candomblé brasileño y cuya cifra son las ceremonias en las que los
orishas - los míticos dioses africanos –, conjurados por los tambores, ¨ encabalgan ¨ a determinados participantes del ceremonial. Este encabalgamiento puede ser leído como una posesión - a la manera de las posesiones demoníacas condenadas por la Iglesia católica – o como una metamorfosis en la que el feligrés se transforma tan completamente que se convierte en realidad en orisha. Pero en cualquier caso comparte con el individualismo mutante del que hablamos arriba la ruptura con las identidades fijadas para siempre aunque termine distanciándose radicalmente de él debido a que el encabalgado recupera después del encabalgamiento su identidad solo transitoriamente alienada y porque quien lo encabalga es un dios y nunca un alter ego que sea un humano como él. Esta si que es la diferencia radical entre estas dos modalidades de la metamorfosis del individuo que nuestra época - ¨humana, demasiado humana¨ - no admite y de la que por lo mismo trata de desembarazarse descalificándola como simple producto de una alucinación o de cualquier otro estado de alteración de la consciencia.
Marta María no acepta esta descalificación a juzgar por la importancia que ha concedido en su obra a los amuletos, los emblemas y los fetiches de la tradición religiosa afrocubana. Los medios que reiteradamente ha utilizado para esta reivindicación han sido cuerpo y la fotografía de su cuerpo vistiéndose con dichos objetos cultuales. Pero en la serie de espléndidas fotografías expuestas en la galería Fernando Pradilla de Madrid - en el marco de la primera edición del Festival Miradas de Mujeres (08.03 - 02.04.2012) - ella se atreve a ir mas lejos planteándose el insoluble problema de reproducir mediante una imagen estática la acción misma del encabalgamiento. Su solución ha consistido en fotografiarse a si misma como un fantasma, como un cuerpo sin la gravedad del cuerpo, ingrávido, traslúcido, etéreo. Como si su cuerpo fuera el cuerpo fantasmal de la orisha que aguarda en ninguna parte el conjuro los tambores para irrumpir en nuestro mundo y apoderarse del cuerpo de cualquiera de sus fieles.
Fantástica exposición, recomiendo a todos que puedan que la vean. Una mirada femenina extraordinaria.
ResponderEliminar