viernes, 27 de abril de 2012

El árbol de la vida y la crisis de la imagen de Cristo.


Yo no estoy seguro de que exista una religión americana, tal y como ha sido convincentemente argumentado por Harold Bloom en una de sus obras mas provocadoras, pero en cambio si estoy convencido de que El árbol de la vida es una película en la que sus contenidos religiosos están tan marcados por América que puede decirse que, de existir efectivamente una religión americana, esta película seria un sobresaliente ejemplo de la misma. De hecho, un locus tan rotundamente cristiano como es la familia - la sagrada familia, en el énfasis católico –, adquiere en la película de Terrence Malick rasgos que son típicamente americanos. Y más específicamente, los de la familia de clase media moderna, que vivió en los años 50 del siglo pasado una Edad de Oro si es que hemos de dar crédito a la recurrente idealización que el cine de Hollywood hizo entonces de la misma. Y que por esta razón es hoy es evocada por esa misma cinematografía con una nostalgia de la que no creo que se libre el propio Malick, aunque su reconstrucción de esa etapa no eluda la exhibición de los sórdidos conflictos que se ocultaban bajo una seductora fachada de familias saludables y bien alimentadas, amplias y luminosas casas suburbanas, coches enormes y aerodinámicos y muchos otros signos de una prosperidad material de la que nunca antes se pensó que pudiera disfrutar tantísima gente. La familia elegida por este raro director esta en consecuencia encabezada por el señor. O ´Brien, un brillante ingeniero que sirvió en la marina de guerra, que está muy orgulloso de su trabajo y que sin embargo es un patriarca implacable que maltrata sistemáticamente a su mujer y somete a sus hijos –y sobre todo al mayor – a una disciplina castradora. Pero un día su sólido mundo se derrumba abruptamente: la empresa prescinde de golpe de sus servicios y su primogénito muere en el umbral de la juventud y por motivos y circunstancias que nunca se aclaran en el filme. Es entonces cuando en el relato interviene directamente la religión, invocada patéticamente por la madre como paliativo y consuelo al dolor intolerable que le causa la pérdida de su hijo. Y su invocación y las que hacen su marido y el hijo superviviente - cada uno a su modo - encaja entonces con la invocación de la religión que hace el propio director de la película y que es tan impetuosa y decisiva que trasciende la historia de la familia protagonista y la convierte en una versión contemporánea del Libro de Job. Tal y como lo anticipa la cita de este libro utilizada por Malick encabezar el filme y como corrobora que en uno de sus parlamentos el señor O´Brien se pregunta porqué la han caído tamañas desgracias encima cuando él no ha faltado ni un día al trabajo ni ha dejado de dar religiosamente dinero a la iglesia todos los domingos. Cierto, sus infortunios resultan leves si se les compara con los de un Job que de un solo golpe fue condenado a la miseria y a la enfermedad, perdidas las mujeres, los cultivos, el ganado y los caravanas de camellos que lo hacían uno de los hombres mas ricos de su tiempo. Pero a Malick le bastan para actualizar en su película la pregunta irritada que hace Job por la justicia de un Dios que castiga de manera tan cruel como incomprensible a quien se considera uno de sus más fieles y virtuosos devotos. Y junto con la pregunta viene la respuesta, ofrecida en el pasaje del Libro de Job a la que pertenece la cita mencionada arriba, en la que Yahvé fulmina la soberbia de quien se atreve a pedirle explicaciones:¨ ¿ Vas tú a impugnar mi juicio/ a condenarme a mi para quedar tú absuelto? –pregunta iracundo. Y para demostrar cuán vana es la pretensión de Job, Yahvé se explaya en una descripción poética del mundo que quiere dejar bien claro que el mundo y todas los seres vivientes que lo habitan, desde los más dóciles hasta los mas fieros, son creación suya y por lo tanto obra de una voluntad inconmensurable cuya justicia no puede ser comprendida por un simple mortal. ¨ Solo de oídas te conocía/ mas ahora te han visto mis ojos/ Por eso me retracto y contrito estoy/ sobre polvo y ceniza¨, termina reconociendo abrumado Job, en la bella y muy reciente traducción al castellano de su libro firmada por Susana Pottecher y Julio Trebolle. A ese mismo resignado arrepentimiento inducido por la omnipresencia divina invita El árbol de la vida, que debe buena parte de su formidable atractivo visual a las muchas secuencias que muestran la magnificencia inigualable del universo, tal y como podemos visualizarla gracias a las cámaras prodigiosas que hoy nos permiten penetrar en lo infinitamente pequeño e inmediato tanto como en lo infinitamente enorme y distante. Sólo que esas fascinantes imágenes cósmicas están expuestas a un conflicto de interpretaciones de naturaleza inequívocamente religiosa que Malick no vacila en traer a cuento. El antiguo conflicto entre monoteísmo y panteísmo que ha resucitado con fuerza. Y no solo debido a la espiritualidad new age que algunos críticos han creído descubrir en el regodeo de Malick en las imágenes cósmicas, sino también a esa variante del ecologismo que sacraliza la vida en el planeta y que se está convirtiendo en un vasto movimiento espiritual e incluso en una importante fuerza política a escala internacional. Es a ella a la que Leonardo Boff - un influyente teólogo de la liberación - ha salido al encuentro hace poco en su ensayo Panteísmo versus Panenteísmo, en el que se esfuerza por acoplar o encajar ese difuso panteísmo en los límites del cristianismo. Boff inicia su argumentación con esta comprobación: ¨ Una visión cosmológica radical y coherente afirma que el sujeto último de todo lo que ocurre es el universo mismo. Él es el que hace surgir los seres, las complejidades, la biodiversidad, la conciencia y los contenidos de la conciencia porque somos parte de él¨. Pero de esta premisa inmanentista pueden derivarse dos posibilidades de divinización del universo. La primera es el panteísmo que piensa que ¨ el cielo es Dios, la Tierra es Dios, la piedra es Dios y el ser humano es Dios¨. Boff la tacha de equivocada porque ¨esta falta de diferencia lleva a la indiferencia¨, que es especialmente grave en los ámbitos de la ética y de la justicia. La segunda opción la representa el ¨panenteísmo ¨, un término que fue propuesto por Frederick Krause en el siglo XIX y que Boff explica así: ¨Todo no es Dios. Las cosas son lo que son: cosas. Sin embargo Dios está en las cosas y las cosas están en Dios, por causa de su acto creador¨. Esta divinización del universo calificándolo creación divina satisface evidentemente las exigencias del monoteísmo pero no así las del cristianismo, que es religión del Hijo, del Hijo de Dios hecho Hombre, y por lo tanto distinto del Dios Padre y distinto del universo con el que el Dios Padre se confunde en la argumentación de Boff, quien, para no abandonar completamente el terreno del cristianismo, se ve obligado a sugerir identificación de Cristo con lo que el cosmos tiene de contingente y evolutivo. Dios, que ¨aparece en el lenguaje de todas las tradiciones transculturales, como Espíritu creador ¨ - explica – viene ¨ mezclado con todas las cosas. Participa de sus desarrollos, sufre con las extinciones en masa, se siente crucificado con los empobrecidos, se alegra con los avances rumbo a diversidades más convergentes e interre
lacionadas, apuntando hacia un punto Omega terminal¨. Ignoro si Malick ha leído a Boff o a Teilhard de Chardin – de quien Boff es claramente tributario - pero estoy seguro en cambio que El árbol de la vida responde al esquema esbozado por el notable teólogo brasileño. El Dios de Malick es un dios cósmico pero de un cosmos que revela su condición de creado antes que de auto creado por su sujeción a una ley moral que, en la película, es puesta de presente por ejemplo en la escena en la que un dinosaurio depredador siente compasión por su presa, levanta la garra y la deja marchar. Y su película es una película del Hijo, de ese hijo machacado en la infancia por un padre severo que sin embargo se confiesa semejante a su padre y que después de su muerte prematura se convierte no solo en el bastión de la fe de su madre sino también en la única guía posible que encuentra su hermano para orientarse en un mundo que para él ha perdido completamente sentido. Y que si tiene alguna salida esa sería el rencuentro en la fe de todas esas almas solitarias que vagan sin rumbo en una playa desolada al final de la película. Hay otro punto crucial en el que convergen Boff y Malick y es en el hecho de que en la obra de ambos la imagen de Cristo se desdibuja hasta el punto de que El árbol de la vida no ha sido comúnmente reconocido como un filme ya no solo religioso sino específicamente cristiano. Y eso a pesar de que resuma cristianismo, tal y como he intentado demostrar. Boff intenta conjurar esta deficiencia, que pone en cuestión la naturaleza radicalmente iconográfica del cristianismo, apelando directamente a Teilhard de Chardin, que ¨vivió una conmovedora espiritualidad de la transparencia¨. Y quien sentenció: ¨ el gran misterio del cristianismo no es la aparición sino la transparencia de Dios en el universo. No solamente el rayo que aflora sino el rayo que penetra. No la Epifanía sino la Diafanía¨. Quizás tenga razón pero si la tiene Cristo ya no tendrá imagen o tendrá una que hoy nos resultaría irreconocible.

domingo, 15 de abril de 2012

El homenaje de Santiago Sierra a Islandia.


Si hay algún héroe en esta crisis del capitalismo mundial ese es muy probablemente el pueblo islandés. Ese que parecía el primer beneficiario de la transformación de su país en el paraíso desde siempre soñado para los inversores internacionales y que un día se despertó con la noticia de que todo no había sido mas que un espejismo generado por la ¨contabilidad creativa ¨y que era él quien ahora debía pagar los platos rotos. Pero se negó a hacerlo: impuso la convocatoria de un plebiscito en el que rechazó el pago de unas deudas que ciertamente consideró odiosas, encarceló a los banqueros que habían perpetrado la catastrófica estafa y sentó en el banquillo de los acusados al gobernante que la había consentido y legitimado. Y se dio a la tarea de redactar una Constitución que sustituirá a la actual, impidiendo que en el futuro los banqueros puedan hacer con las finanzas públicas lo que les venga en gana. Santiago Sierra no ha permanecido indiferente a esta gesta homérica y por eso la ha honrado con una escultura que ahora esta emplazada delante de la sede del parlamento islandés en Reijavik, la capital. Se titula The Black Cone. Monument to Civil Disobedience y consiste en una gran roca con un cono de metal negro empotrado en la grieta que la cruza de arriba abajo y una lápida en la que se lee el reconocimiento que la Declaración de los Derechos Hombre y del Ciudadano de 1793 hace del derecho del pueblo a rebelarse cuando sus derechos son violados por sus gobernantes. Admirable.

viernes, 6 de abril de 2012

Marta Maria, la fotografia, las máscaras y la metamorfosis.


El retrato fotográfico marca una época histórica enteramente nueva en las arcaicas relaciones entre el alma y el cuerpo y más específicamente entre el alma y ese término singularmente privilegiado del cuerpo que es el rostro. Obviamente no puedo exponer aquí un análisis completo de las transformaciones introducidas por la fotografía en las relaciones entre el alma y ese ¨espejo ¨ de la misma que fue el rostro, por lo que, para cumplir con los fines de este comentario, me limitaré a señalar que el advenimiento de la fotografía contribuyó significativamente al ¨ desencantamiento del mundo¨. Y que lo hizo ante todo mediante la capacidad - diagnosticada tempranamente por Sigfried Kracauer en su ensayo sobre La fotografía - de generar imágenes que reducen la densa e irreductible personalidad de alguien como la propia abuela de Kracauer a una ¨ figura impersonal ¨ expuesta al mismo anonimato inanimado del maniquí o de la muñeca. ¨La abuela en la fotografía es un maniquí arqueológico que sirve como ilustración de vestidos de época¨- sentenció adolorido Kracauer, refiriéndose a la foto que le hicieran en plena juventud a su abuela y que él recuperó de un álbum familiar, como muchos años después un Roland Barthes igualmente melancólico habría de recuperar de otro álbum familiar la foto de su madre que le inspiró la escritura de La cámara lúcida. En ambos casos lo que estuvo en realidad juego no fueron solo los efectos melancólicos del reduccionismo fotográfico sino la capacidad del mismo de separar el alma del cuerpo con una radicalidad enteramente nueva. El retrato pictórico, con la suplantación del retratado por su imagen, amenaza de hecho el vínculo entre dos instancias cuya unidad indisoluble ha sido considerada in illo tempore como el requisito indispensable de la vida humana, aunque no solo de ella. Pero esta amenaza latente de escisión es conjurada por la capacidad verdaderamente milagrosa del retrato pictórico de (re)unir los rasgos físicos del rostro con el alma del retratado. El encanto indescifrable del retrato pictórico – reivindicado explícitamente por Kracauer - reside precisamente en su capacidad de animar lo inanimado, captando y fijando en la tela pintada la unidad indisoluble del
alma y el cuerpo tal y como la misma se presenta en un dado momento de la vida del retratado. Que de hecho pasa a tener otra vida, la del retrato, distinta de la suya propia, acontecimiento novelado ejemplarmente Oscar Wilde en su retrato de Dorian Grey. La fotografía falla sin embargo en la consecución de tan alto logro, sentenciaron - como ya dije - Kracuaer y Barthes, y en vez de retratos pictóricos lo que produce son el equivalente in- animado de los maniquíes o las máscaras. Sólo que ninguno de estos dos autores relacionó de manera sistemática este singular defecto con el advenimiento de una época que habría que calificar no solo de desencantada sino también de teatral, porque impone y generaliza una forma de individualidad o de subjetividad que se desdobla y multiplica inevitablemente en roles. Hoy – cuando las lecciones impartidas por Talcott Parsons sobre el individuo como interprete de un papel son un lugar común - estamos en mejores condiciones de las que estuvieron Kracauer y sus contemporáneos de entender que el indiviso yo cartesiano ha venido reduciendo cada vez mas su función a la de mero soporte de las máscaras que utilizamos para interpretar los más diversos papeles en los múltiples escenarios en los que se ha venido fragmentado el espacio social. Pero si en una sociedad difusamente teatralizada el teatro ya no puede ser el teatro de antes, sus máscaras tampoco pueden ser teatrales en el sentido tradicional y por lo tanto restrictivo del término. En realidad no son máscaras que ocultan un rostro cubriéndolo con la imagen estereotipada de cualquier alter ego sino que es el mismo rostro haciendo de máscara, confundiéndose con la máscara, siendo él mismo de máscara. Un rostro que ya no puede asumirse como el ¨ espejo ¨ fiel de un alma individualizada y sedicentemente inmortal sino que es mutante y transitorio y cuenta como único atributo duradero con esa disposición esencial a la mutación, que ha encontrado su imagen mas apropiada en la fotografía de Aziz + Cucher titulada María, en la que vemos a una mujer joven, caucásica, de cabello largo y negro a la que los artistas le han borrado los ojos, las fosas nasales y la boca, dejando su rostro irreconocible y al mismo dispuesto a que sobre él se modelen los rasgos que podrían concederle como a cualquier rostro carácter, expresión, identidad. Que se modelen y que luego otra vez se emborronen.
El retrato fotográfico es utilizado todavía por las autoridades policiales como garantía de la identidad individual a despecho no solo de que esa garantía es cada vez más incierta sino de que las identidades individuales que de ese modo se pretende fijar y perpetuar son cada día más inconsistentes y efímeras.
La artista cubana Marta María Pérez-Bravo reivindica una tradición que resulta anacrónica o por lo menos intempestiva para aquella en la que se inserta el individualismo moderno como culminación y conclusión de la misma. Su tradición es a la que se deben la santería cubana, el vudú haitiano o el candomblé brasileño y cuya cifra son las ceremonias en las que los orishas - los míticos dioses africanos –, conjurados por los tambores, ¨ encabalgan ¨ a determinados participantes del ceremonial. Este encabalgamiento puede ser leído como una posesión - a la manera de las posesiones demoníacas condenadas por la Iglesia católica – o como una metamorfosis en la que el feligrés se transforma tan completamente que se convierte en realidad en orisha. Pero en cualquier caso comparte con el individualismo mutante del que hablamos arriba la ruptura con las identidades fijadas para siempre aunque termine distanciándose radicalmente de él debido a que el encabalgado recupera después del encabalgamiento su identidad solo transitoriamente alienada y porque quien lo encabalga es un dios y nunca un alter ego que sea un humano como él. Esta si que es la diferencia radical entre estas dos modalidades de la metamorfosis del individuo que nuestra época - ¨humana, demasiado humana¨ - no admite y de la que por lo mismo trata de desembarazarse descalificándola como simple producto de una alucinación o de cualquier otro estado de alteración de la consciencia.
Marta María no acepta esta descalificación a juzgar por la importancia que ha concedido en su obra a los amuletos, los emblemas y los fetiches de la tradición religiosa afrocubana. Los medios que reiteradamente ha utilizado para esta reivindicación han sido cuerpo y la fotografía de su cuerpo vistiéndose con dichos objetos cultuales. Pero en la serie de espléndidas fotografías expuestas en la galería Fernando Pradilla de Madrid - en el marco de la primera edición del Festival Miradas de Mujeres (08.03 - 02.04.2012) - ella se atreve a ir mas lejos planteándose el insoluble problema de reproducir mediante una imagen estática la acción misma del encabalgamiento. Su solución ha consistido en fotografiarse a si misma como un fantasma, como un cuerpo sin la gravedad del cuerpo, ingrávido, traslúcido, etéreo. Como si su cuerpo fuera el cuerpo fantasmal de la orisha que aguarda en ninguna parte el conjuro los tambores para irrumpir en nuestro mundo y apoderarse del cuerpo de cualquiera de sus fieles.