Carlos Granés ha escrito y le han premiado un libro,
El puño invisible (Taurus, 2011) que es tanto una historia como una crítica de las vanguardias artísticas del siglo XX que, según él, no hicieron más que perturbar el curso normal de la sociedad moderna actualizando de muchas maneras el cinismo de Diógenes y el escepticismo de Pirrón, solo para generar una coyuntura en la que puede ¨ que muchas de las manifestaciones culturales actuales se muestren transgresoras y rebeldes ¨ pero que en realidad es ¨ un período de calma cultural, donde prevalecen la frivolidad y la inocuidad de las obras, y en el que los artistas antes que oponerse a la sociedad en la que viven, producen un arte que celebra los aspectos más rentables y degradantes del capitalismo contemporáneo¨. El diagnóstico no es del todo equivocado pero adolece - como adolece en general el libro - de la capacidad de entender cabalmente el proteico papel interpretado por las vanguardias artísticas en las sociedades del capitalismo avanzado, aunque no solo en ellas. Y donde quizá queda más claramente en evidencia esta limitación es justamente allí donde el libro tendría que haber sido más comprensivo y consistente por cuanto es resultado de años de investigación de un antropólogo cultural, que por serlo, tendría que haber descifrado los ¨ cambios culturales ¨ en términos antropológicos. O sea en los términos capaces de revelar hasta qué punto dichos cambios han modificado el concepto, el estatus y la función de eso que desde hace un par de siglos largos llamamos ¨ Hombre¨. Cierto, Granés reconoce el papel paradigmático cumplido en el ámbito de las vanguardias artísticas por el egoísmo radical defendido por Max Stirner o por el individualismo entusiasta de Emerson, pero en cambio presta poca o ninguna atención a los análisis de la figura del puritano realizados por Max Weber en
La ética protestante y el espíritu del capitalismo o los de la personalidad autoritaria hechos por la Escuela de Frankfurt, que resultan importantes no solo porque son referencias importantes para cualquier investigación que tome seriamente en cuenta el papel de las distintas concepciones o interpretaciones del Hombre en la determinación de cada fase o momento cultural sino porque ofrecen claves para entender mejor el ¨periodo de calma cultural¨ que nuestro autor tanto deplora. La importancia de esos referentes fue asumida Luc Boltanski y Ève Chapiello en su análisis las secuelas duraderas que dejó en la sociedad francesa la revolución cultural desencadenada por Mayo del 68 y que dio lugar a la obra
El nuevo espíritu del capitalismo. Para ellos, esa revolución dio un nuevo aliento al capitalismo forjando el ideal de personalidad creativa y espontanea que habría de entusiasmar a la clase de cuadros y trabajadores requeridos por la transformación exitosa de la sociedad industrial en sociedad de la información y la comunicación. E igualmente lo asumió Brian Holmes cuando escribió en 2001 el ensayo
La personalidad flexible, en el que examinó las características de la personalidad que vino a reemplazar a esa ¨ personalidad autoritaria ¨ que fue el sustrato antropológico del fascismo clásico.
Si Granés hubiera tomado más en cuenta la perspectiva abierta por estas investigaciones quizás hubiera captado mejor que la coyuntura actual no es solo la de la trivialización de la producción artística sino también la de la conversión de los programas y las prácticas de las vanguardias de la posguerra en un nuevo paradigma de humanidad. O de nuevas formas de subjetividad - para decirlo en términos que ahora son corrientes - y que quedan captadas en categorías como nomadismo, flexibilidad e inevitablemente de precariedad. Subjetividades que de hecho está promoviendo la política cultural del Ayuntamiento de Madrid –y específicamente de
Intermediae y
Matadero - que parece diseñada para satisfacer en términos prácticos las propuestas formuladas por Isidore Isou en los años 50 del siglo pasado. Para el líder de la vanguardia
letrista se trataba de responder al inconformismo de la juventud con las jerarquías políticas establecidas con una estrategia en la que los estímulos a una creatividad
tout court se combinaran con la concesión de créditos y becas para la generación de nuevas empresas. Las que hoy identificamos como microempresas en red, del mismo modo que a sus juveniles promotores solemos llamarlos ¨ emprendedores¨ en lugar de precarios, que también lo son.
En la exposición de
El ranchito – ya mencionada en este blog – la arquitecta Nerea Calvillo respondió a esta orientación convirtiendo el diseño escenográfico de la misma en un reconocimiento de la precariedad de medios y materiales y en un alarde de esa creatividad ilimitada ejercida en condiciones de penuria de la que tendrían que hacer gala hoy los nómadas de la red. En cambio, Diego Barajas y Camilo García lo han hecho con el proyecto
Cotidianidades doméstico productivas en Madrid, que pretende rediseñar los espacios de las multitudes que ya trabajan en sus domicilios de tal forma que dichos rediseños respondan tanto a la inevitable funcionalidad como a los deseos y los afectos de sus hipotéticos usuarios. Al fin y al cabo hoy parece inimaginable una casa que no disponga que sus habitantes son tan creativos como deseantes.
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