sábado, 11 de febrero de 2012

Doug Aitken: nomadismo y repetición.


Creo que vale la pena recordar que una versión de esta video instalación de Doug Aitken - expuesta actualmente en la galería Helga de Alvear de Madrid ( 19.01.12) - se presentó antes en Grecia, y más específicamente en el Athens & Epidaurus Festival de 2011. En aquella oportunidad se montó en un barco que navegaba mientras se proyectaba en unas enormes pantallas el video que bajo el título de Black Mirror protagoniza la actriz Cloë Sevigny. Ese barco surcando en la oscuridad el mar Egeo resultaba un escenario muy apropiado para exponer una historia que sublima la clase de nomadismo defendido por Guilles Deleuze y por Toyo Ito. Y no tanto por la capacidad del mismo ese insólito de evocar el viaje azaroso de los argonautas o el inacabable a Itaca como porque la invitación del nomadismo posmoderno a entregarnos al juego de las subjetividades cambiantes y de los desarraigos sin fin ha encallado hoy en una Grecia donde las multitudes que Toni Negri quería nómadas han quedado atrapadas en un callejón sin salida. Estáticas, fijadas en una agitación indignada. Sólo que la historia de Doug Aitken no registra esta clase de contingencias porque se dedica exclusivamente a exponer al nomadismo en estado puro. El nomadismo de una mujer que no sabe exactamente donde nació y que, siguiendo los distintos laborales de su padre, ha vivido en una lista prácticamente interminable de países, haciendo amigos en un sitio solo para reemplazarlos en el siguiente por otros. Ella protagoniza sin apenas alterarse una narración dividida en cuatro capítulos – Departure, Losing baggage, Cold Sun y Tropical Conspirancy - que son otros tantos cabos sueltos que jamás llegan a encadenarse para dar lugar a una historia coherente. Y en cuyos muy variados escenarios sobresalen esos no lugares de los que se ha ocupado Marc Augé: los aeropuertos, los aviones, los hoteles, las playas turísticas y las llanuras del Salvaje Oeste. E inclusive ese conjunto monumental de antenas de telecomunicaciones que bien podrían estar a la escucha de los rumores inaudibles del universo. Todo en Black Mirror resulta familiar y a la vez ajeno, de un naturalismo sin fisuras y de una artificiosidad exasperada. Como la de esa cama que es idéntica a la de cualquier hotel pero que está emplazada en mitad de una escenografía, desde la que la protagonista asiste a la performance excitante de cuatro bailarinas de barra. O al clogging, el zapateo de un bailarín que no es flamenco aunque podría serlo. Con todo hay una diferencia crucial entre el montaje de Grecia y el de Helga de Alvear y la ponen precisamente los espejos.
En la galería la instalación es claustrofóbica: un bunker poliédrico y sin ventanas al que se accede por una sola puerta y en cuyo interior las imágenes del video de la historia se multiplican interminablemente en las paredes y en el techo de un negro espejeante, entremezclándose con los reflejos del propio espectador. Y aunque es cierto que por obra de este laberinto especular wellesiano los límites espaciales y la oposicion figura fondo se disuelven, no lo es menos que el conjunto induce la conclusión de que el nómada contemporáneo podrá ir todo lo lejos que quiera o que pueda y que su personalidad puede ser tan cambiante como los roles que la protagonista de esta obra de Atkin adopta en cada contexto y situación pero que al final no puede escapar al destino de repetirse y redundar.


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